Tres reflexiones des-coloniales
Three de-colonial reflections
Analéctica
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2591-5894
Periodicidad: Bimestral
vol. 1, núm. 9, 2015
Recepción: 02 Enero 2015
Aprobación: 28 Febrero 2015
Resumen: La descolonización manifiesta, a pesar de su mala propaganda, un reposicionamiento que establece definitivamente su vigencia en los procesos de liberación que han inaugurado los pueblos indígenas. Como toda novedad paradigmática, se enfrenta no sólo al rechazo inmediato que adopta la incomprensión, sino a toda una masa acumulada de prejuicios que alimenta la visión hegemónica que abrazan, sobre todo, las ciencias sociales y que, por mediación académica y mediática, se transmite a gran parte de la sociedad. Todo nuevo paradigma expresa serias rupturas inevitables, más aún cuando se trata de un paradigma que, más allá de lo teórico, interpela desafiante casi todos los ámbitos del conocimiento y la existencia. Por eso la descolonización no es posible de despacharse, como si se tratase de una moda, tampoco es algo de simple acceso epistémico. La incomodidad de su permanencia muestra la profunda actualidad que manifiestan las problemáticas que alumbra y amplifica. Por eso se puede señalar, de modo enfático y sin ánimo de exagerar, que: la descolonización es el tema que marcará la tónica de este nuevo siglo, atravesado por la crisis más grave que haya podido enfrentar la humanidad en toda su historia.
Palabras clave: descolonización, América Latina, racismo.
Abstract: The decolonization manifests, despite its bad propaganda, a repositioning that definitively establishes its validity in the liberation processes that the indigenous peoples have inaugurated. Like all paradigmatic novelties, it faces not only the immediate rejection adopted by incomprehension, but also a whole accumulated mass of prejudices that feeds the hegemonic vision that is embraced, above all, by the social sciences and which, through academic and mediatic mediation, is transmitted much of society. Every new paradigm expresses serious inevitable ruptures, even more so when it comes to a paradigm that, beyond theory, challenges almost all spheres of knowledge and existence. That is why decolonization is not possible to dispatch, as if it were a fashion, nor is it something of simple epistemic access. The discomfort of its permanence shows the profound actuality manifested by the problems that it illuminates and amplifies. For this reason, it can be pointed out, emphatically and without exaggeration, that: decolonization is the theme that will set the tone for this new century, crossed by the most serious crisis that humanity has ever faced in its entire history.
Keywords: decolonization, Latin America, racism.
1. El concepto
A mi
padre, in memoriam
La descolonización manifiesta, a pesar de su mala propaganda, un reposicionamiento que establece definitivamente su vigencia en los procesos de liberación que han inaugurado los pueblos indígenas. Como toda novedad paradigmática, se enfrenta no sólo al rechazo inmediato que adopta la incomprensión, sino a toda una masa acumulada de prejuicios que alimenta la visión hegemónica que abrazan, sobre todo, las ciencias sociales y que, por mediación académica y mediática, se transmite a gran parte de la sociedad. Todo nuevo paradigma expresa serias rupturas inevitables, más aún cuando se trata de un paradigma que, más allá de lo teórico, interpela desafiante casi todos los ámbitos del conocimiento y la existencia. Por eso la descolonización no es posible de despacharse, como si se tratase de una moda, tampoco es algo de simple acceso epistémico. La incomodidad de su permanencia muestra la profunda actualidad que manifiestan las problemáticas que alumbra y amplifica. Por eso se puede señalar, de modo enfático y sin ánimo de exagerar, que: la descolonización es el tema que marcará la tónica de este nuevo siglo, atravesado por la crisis más grave que haya podido enfrentar la humanidad en toda su historia.
Pero, ¿qué significa descolonización? Preguntar por el concepto es preguntar por el modo cómo históricamente se ha constituido el concepto; esto quiere decir que, preguntar por la descolonización significa preguntar por la colonización. Entonces, la respuesta que se pueda metódicamente ofrecer, nos remite siempre al contexto en el cual la pregunta aparece. Ese contexto es el llamado “proceso de cambio”, el proceso de revolución democrático-cultural que inaugura, en Bolivia, una experiencia tan rica como tan compleja, inédita en muchos aspectos y profundamente interpeladora, pues una de sus manifestaciones constituye la asunción democrática del primer presidente indígena. El hecho es destacable y representa un hecho trascendental, pues lo que significa aquello es la más profunda interpelación histórica que, el propio boliviano, se hace a sí mismo. En esa interpelación se compromete todo su destino, porque cuando pregunta por lo que es y lo que ha sido, pregunta en realidad por quién es. Bolivia ya no es nunca más la misma cuando decide mirarse como lo que realmente es, porque mirarse de ese modo significa desenmascararse a sí misma, reconocer su irracional persistencia en negar lo suyo de sí, lo que de más propio se tiene. Por eso era contundente la afirmación que emanó de nuestra Asamblea Constituyente: “Bolivia es un Estado sin nación y nosotros, las naciones indígenas, somos naciones sin Estado”.
Por eso tenía sentido refundar algo que, de principio, había sido mal fundado. Si el fundamento no descansa en la realidad, nada de lo que proyecta tiene futuro (la realidad era un país esencialmente indígena). Por eso el Estado nacía ya, de modo aparente, porque pretendía constituirse al margen de su propia realidad; como no se fundaba en sí mismo sino en un auto-engaño, todo lo que podía proyectar no producía nación; desear ser lo que no se es y despreciar lo que sí se es, constituía la afirmación más decidida de auto-anulación.
El Estado es aparente porque no posee contenido real, por eso recorta su legitimidad en una abstracción que llama nación; porque todas las formas que adopta, para llenar con algo aquella abstracción, no son la expresión de su realidad sino el rechazo de lo más propio que se tiene. La auto-negación “ilustrada” que las elites promueven, no sólo descubre su inautenticidad sino también la patología de un Estado que encuentra en todo proceso emancipatorio, nuevas formas de reponer voluntariamente su entreguismo vocacional.
El sistema colonial se transfiere a la república, de modo que no se produce una superación de la condición que hereda y que la atraviesa por completo. Ésta persiste y estructura toda la objetividad institucional y la subjetividad, ya no sólo del estamento oligárquico sino de casi toda la sociedad (urbana, sobre todo). El grado de correspondencia es total: un Estado colonial se refleja en una sociedad colonial. La legitimación de ese Estado se recorta inevitablemente por una clasificación social que es concebida, a imagen y semejanza de la previa clasificación racializada. La república arrastra entonces una aporía que destaca su carácter aparente: es formalmente independiente pero profundamente colonial. La sociedad citadina retrata aquello y, contra toda profecía, hasta las propias revoluciones que protagoniza, insisten en la auto-anulación de lo más propio. El desprecio de la ciudad al campo es constituyente de esta auto-anulación.
La “revolución nacional” de 1952, acaba, por eso mismo, en el entreguismo y la capitulación. Los valores señoriales se traducen en cultura social y hacen que las propias apuestas revolucionarias vayan asimilando, paulatinamente, apuestas bastante conservadoras. Ya no se trata sólo de lo que podría denominarse una ideología señorial, sino de la adopción social del sistema de creencias que sostiene al Estado oligárquico; de modo que la sociedad reproduce culturalmente la miopía característica del Estado: como nunca mira para adentro, tampoco nunca descubre al país que gobierna. La oligarquía se hace heredera del señorialismo más decadente (aun en la propia España) y proclive siempre a la xenofilia antes que el amor a lo propio, no concibe otra forma de sobrevivencia que el entreguismo más denodado. Por eso el señorío que alardea es, en el fondo, aparente; por eso y, como muestra de su impotencia, no sabe hacer otra cosa para sostener su señorío, que transferir sus miserias a su propio pueblo. Sólo es “libre” y “Señor” mientras haya indios a su disposición. Esa es la creencia básica e irrenunciable que sostiene su señorío: la prueba fehaciente de su “superioridad” la encuentra en la miseria del indio.
El indio no está sólo para sostener su riqueza material sino, sobre todo, su eminencia espiritual. La negación de la subjetividad del indio es la afirmación de su subjetividad. Su riqueza es la miseria de aquél. Por eso no puede superar su condición colonial; como excluye y niega al elemento nacional entonces tampoco se propone educarlo, incorporarlo como sujeto económico y político, porque esto sería reconocer sus derechos civiles y políticos, es decir, reconocer la humanidad del indio. Por eso estanca a su propio país y, en consecuencia, vuelve frágil la soberanía del Estado. Vivir a costa de la propia nación, es lo que va haciéndose cultura política y que contagia a sus propios subalternos; cuando esto atraviesa al todo social, la nación y el Estado se hacen peligrosamente vulnerables. Los que soportan todo esto, los siempre más vulnerados por la vulnerabilidad que contiene el Estado son los indios, son quienes evidencian la colonialidad de un Estado que se constituye y reconstituye en contra de su propia nación (la violencia de ese Estado es la pura impotencia de saberse con soberanía frágil, sin legitimidad ni vocación de poder real que pueda traducirse en legitimidad).
Entonces, la nación que dice representar, es aquella abstracción que se imagina para suplantar su propia realidad. Su existencia se hace patológica; argumentar contra sí mismo se convierte en doctrina señorial, la misma que les sirve a los poderes foráneos, como la más recurrente plataforma, para socavar una soberanía débil. Por eso el Estado es aparente, porque su soberanía acaba, paulatinamente, en una suerte de servidumbre voluntaria a poderes foráneos que le otorgan la legitimidad que ya no posee al interior de su propia nación. Incapaz de proponerse soberanamente, su devenir se convierte en la pura adaptación resignada a escenarios que se deciden siempre al margen de éste.
Cuando nuestras repúblicas son arrojadas a la vida “independiente”, el mundo ya se halla constituido en cuanto mercado mundial. Ingresar a éste supone adecuarse a las prerrogativas ya establecidas por el centro del mundo. La misma “independencia” no se traduce en una situación post-colonial sino todo lo contrario, pues los nuevos mecanismos de una economía globalizada aseguran, de modos más sofisticados, una disposición ya consolidada, que no hace más que expresar la condición colonial que sostiene al mundo moderno: la disposición geopolítica centro-periferia.
Por eso hasta los procesos independentistas, por sí mismos, no pueden superar una situación que es estructural a nivel global. El centro dispone de la periferia en un mundo que se organiza según las necesidades crecientes de un mercado global en expansión y una acumulación de capital que se desarrolla concéntricamente; son las propias necesidades concéntricas de la economía global, las que condenan cualquier independencia a la que pueda aspirar la periferia. El precio de la sobrevivencia, en un mundo estructuralmente injusto y desigual, es un precio que, en el largo plazo, resulta impagable. Pero, aun así, el mundo moderno sigue su curso expansivo y la economía capitalista, a pesar de las crisis que ya empieza a arrastrar, sigue mostrando tasas positivas de crecimiento y desarrollo. ¿Cómo se sostiene aquello?
La disposición centro-periferia es el explicitación de una clasificación previa que otorga sentido a esta suerte de dicotomías, con las que nace y se desarrolla el mundo moderno. Para que exista un centro único, la periferia debe constituirse y organizarse según las necesidades de ese centro único. La transferencia continua y creciente de recursos, es sólo posible si esta transferencia implica el no aprovechamiento autóctono de esos mismos recursos; o sea, en aquella transferencia también se transfiere, de modo esencial, una plus-valorización creciente hacia el centro que, por el otro lado, significa, una desvalorización continua de la periferia.
Las materias primas no van solas al mercado mundial, llevan, de modo coagulado, la vida objetivada de los productores, es decir, lo que se les ha quitado. Esa desvalorización es la negación de la humanidad de los productores (que transfieren al centro como plus-valorización lo que no es otra cosa que su propia y absoluta deshumanización). Sólo de ese modo podría hacerse estable la disposición centro-periferia. Porque esta disposición expresa, como consecuencia lógica, una clasificación antropológica previa, que estructura al propio mundo moderno: el centro es desarrollado porque es la imagen de lo “civilizado”, es “superior” mientras la periferia mundial sea siempre el retrato de lo “inferior”; el “atraso” y el subdesarrollo son consecuencia del carácter “inferior” de la periferia (por eso el subdesarrollo se interpreta como condición supuestamente previa, propia del estancamiento económico que caracterizaría a una sociedad pre-moderna, “atrasada”).
Esta clasificación es propia del mundo moderno, pues expresa la idea prototípica de concebirse, a sí mismo, como la culminación providencial de la evolución humana: el hombre moderno es superior, por eso es “civilizado”, desarrollado, moderno; el atraso del resto de la humanidad es consecuencia de su inferioridad congénita, por eso la periferia del mundo moderno no puede desarrollarse, son subdesarrollados porque son “pre-modernos”. La inferioridad naturalizada de estos, es condición que asegura el carácter estable y duradero de una transferencia unilateral; el carácter concéntrico del desarrollo asegura a un centro siempre en desmedro de la periferia.
La clasificación antropológica que inaugura el mundo moderno, que separa lo humano de lo no humano, al “civilizado” del “bárbaro”, es el mito fundacional de la modernidad. Sólo de ese modo la dominación aparece naturalizada. Sólo de ese modo, la invasión y conquista del Nuevo Mundo podría ser considerada un “descubrimiento” o la colonización una empresa “civilizatoria”. En ese sentido, las dicotomías centro-periferia o desarrollado-subdesarrollado, tienen su fundamento histórico en la clasificación antropológica que separa al “civilizado” del “bárbaro”, al “superior” del “inferior”.
La conquista entonces aparece como el fundamento histórico del mundo moderno y no como un mero episodio que, además, se haya superado; la conquista es el suelo fundacional de un proyecto expansivo de dominación, de una voluntad de poder absoluto. En eso consiste la modernidad. Sin la conquista es impensable la consolidación de Europa como centro con vocación mundial. Ser centro y saberse centro es la determinación ontológica de la Europa moderna.
Ese es el contenido histórico que contiene el concepto. La descolonización es el desmontaje crítico del modo cómo la dominación se ha naturalizado y ha producido una subjetividad pertinente a esta nueva y más sofisticada forma de dominación que ha producido la modernidad. La colonialidad es el lado oscuro de la modernidad. No se trata del colonialismo clásico sino de una re-significación del concepto mismo, pues una nueva forma de colonización desarrolla el mundo moderno, que va determinando sus potencialidades mientras la conquista se va globalizando. España (el primer imperio moderno) desarrolla su colonización por medio de una argumentación de derecho: el “derecho de conquista” es justificada mediante la inferiorización naturalizada que el conquistador ha producido como devaluación de la humanidad de las víctimas que, en razón de aquella inferiorización, ya no aparecen como víctimas sino como inferiores. Esta argumentación constituye el núcleo de la naturalización de la dominación. Deshumanizar a las víctimas ha de convertirse, metódicamente, en el acto de transferencia de subjetividad que el naciente ego moderno ha de requerir para reconstituir su propia subjetividad (que arrastra además un pasado del cual no puede proyectar nada en correspondencia con sus nuevas pretensiones: su pasado medieval es el enclaustramiento cultural y civilizatorio que ahora quiere superar).
La experiencia de haber sido colonia musulmana, por ocho siglos, además de la Reconquista y la Inquisición, serán el sostén histórico para que España despliegue, desarrolle y sofistique una forma inédita de colonización que la han de padecer los habitantes del Nuevo Mundo. España despliega lo que ya contiene, pero ahora en situación propicia, teniendo no sólo un entero continente a su disposición sino millones de reducidos para su entera disposición. Esta situación cambia definitivamente la subjetividad del hidalgo, el primer mercenario moderno, ahora conquistador: se sabe y se comporta como un ego dominador.
La transferencia creciente de riqueza en todos los sentidos, desde el vegetal hasta el mineral, pero, sobre todo, la transferencia de acumulación superlativa de trabajo impago, será la auténtica acumulación originaria, como presupuesto de la posterior “acumulación primitiva” que ya supone el capitalismo. Es decir, la sangre y la muerte de millones de seres humanos, de indios y, posteriormente, negros (del literal no-pago de su trabajo), será el fundamento de la riqueza moderna y del capitalismo; riqueza que, constantemente, debe volver a producir genocidios semejantes para desplegar nuevos procesos de acumulación de capital.
El trabajo impago de indios y negros, objetivado en la riqueza transferida, contiene el tiempo de vida, la existencia y la humanidad de estos, pero de modo negado; la riqueza entonces es usurpación de vida, la economía que administra aquello nace encubriendo esa constancia. Se trata de una transferencia sistemática de valorización unilateral, de vaciamiento sistemático de la humanidad de las víctimas; de ese modo se llena, se reconstituye y se completa una subjetividad dominadora, de todo lo que le vacía a sus dominados. Se trata de un despojo total, del vaciamiento absoluto de la humanidad y la vida de las víctimas. El propio mundo de la víctima y hasta sus dioses son objeto de aquel vaciamiento; la situación colonial empieza a adquirir forma definitiva: si el mismo sentido de humanidad que se posee es vaciado, entonces no hay modo de recomposición, lo único viable y posible se deduce de lo que es el dominador, de modo que, el dominado, para ser algo, debe negar lo suyo de sí y aspirar a ser lo que no es.
La colonización moderna es un fenómeno completamente novedoso, porque ha fundado la dominación en las estructuras mismas de la producción y reproducción de la vida; el control de los medios de subsistencia ha otorgado materialidad a la dominación, haciendo a ésta estructuralmente más estable y duradera; naturalizando las diferencias ha arrinconado a las identidades, encerrándolas en un purismo etnocéntrico que ha provocado la agudización de las desigualdades, demarcando las fronteras de lo humano a partir de una clasificación antropológica racista que sostiene a toda clasificación social y a toda división mundial del trabajo. Ya no se trata de una colonización tributaria clásica sino de la trasferencia sistemática de humanidad, de las víctimas a los victimarios. El ego moderno, como subjetividad empoderada, reconstituye su subjetividad a partir de toda la vida que extrae de sus víctimas; por eso se trata de una transferencia de voluntad que, en última instancia, es transferencia de vida (la metáfora que usa Marx, a propósito de la dominación que sufre el trabajo vivo por el capital, no puede ser más exacta: es como el vampiro que chupa, ya no sólo sangre sino, explícitamente, vida).
La colonización moderna ya no constituye meros tributarios, sino que estos tributarios empiezan a consentir, por una suerte de servidumbre voluntaria, una tributación ya no sólo de riqueza sino hasta de su propia humanidad. Por eso las primeras colonizadas resultan ser las elites, pues éstas son formateadas como las más fieles administradoras de este vaciamiento sistemático de la humanidad de sus propios pueblos.
Por eso la independencia no hace sino sorprender a estas elites colonizadas que ven, en la libertad lograda, apenas la oportunidad para buscar un nuevo amo. Su poder adquirido se devalúa en una dramática vocación de transferir hasta su poder, como reconocimiento del carácter aparente de ese poder que es apenas la sombra del poder real que ordena el mundo a imagen y semejanza suya. En esa resignada capitulación condenan, a sus propios pueblos, a una más inmisericorde, por más consistente, explotación y dominación colonial.
En ese sentido, la descolonización, no describe una situación clásica de colonialismo tributario, sino una más compleja dominación estructural que, naturalizada, se despliega y atraviesa todos los ámbitos de las relaciones humanas, de tal modo que, hasta los procesos emancipatorios persiguen, como lo único posible, el horizonte que prescribe el propio dominador; es decir, hasta el mismo dominado persigue realizar, en sí mismo, el proyecto que niega su humanidad, en consecuencia, no halla más salida que negar y vaciar, todavía más, el resto de humanidad que todavía posee: se libera para dominar, a imagen y semejanza del proyecto que reproduce ahora en sí mismo; por eso busca a quién dominar y no halla sino a sus propios hermanos, que cargan con el estigma de la dominación, o sea, la inferiorización de la cual son objeto justifica el que se los domine.
La dominación se ha naturalizado. Esto significa que, hasta en las propias estructuras cognitivas, en las creencias, los prejuicios, los hábitos y las costumbres, la concepción del mundo y de la vida, la consciencia de uno mismo, la dominación se halla naturalizada; esto significa que los marcos interpretativos de la dominación estructuran no sólo la objetividad del mundo sino, sobre todo, la subjetividad de los individuos. Esto quiere decir colonización de la subjetividad.
Cinco siglos de expansión moderna testimonian las consecuencias de una racionalidad moderna que, en nombre de la razón, destruye todos los mitos de la humanidad para afirmar su propio mito: auto-concebirse “perfecta”, “buena”, “racional”, “verdadera”, “justa”, “universal”, etc. Frente a su conocimiento y su saber pretendidamente “universales”, absolutamente “racionales”, todo otro conocimiento y saber es puro mito, según siempre la racionalidad moderna. Para mostrarse lo moderno como lo único posible, viable y deseable, no sólo destruye todo otro tipo de conocimientos y saberes, sino que los niega y los declara “irracionales”, “salvajes”, “míticos”, “premodernos”. Cuando el dominado llega a creer esto, todo proyecto que pretenda, acaba en la frustración; pues si lo único viable es lo que le niega, entonces, nada positivo puede producir desde sí y para sí.
La modernidad sólo puede aparecer deseable para todos, cuando la inferiorización de todo lo que no es ella, se ha hecho sentido común. Para eso produce sus más sofisticadas armas: la ciencia y la filosofía. Para que las víctimas de la conquista, sean concebidas como inferiores, se debe justificar “racionalmente” la conquista como si se tratase de un hecho emancipatorio. En eso consiste la concepción moderna de “ilustración”. La víctima es culpable, porque rechaza la “civilización” de sus “superiores”. De ese modo lava su conciencia el victimario: él no tiene culpa alguna, toda la culpa la tiene la víctima.
La constitución de una subjetividad egocéntrica que ha de desplegar todas las lógicas de dominación posible, como forma de vida, cuenta, de ese modo, con la legitimación y justificación que le otorga un conocimiento que se funda en aquellos prejuicios que dan origen al mundo moderno. La fundamentación de la filosofía y la ciencia moderna formalizan aquellos prejuicios y le otorgan legitimación racional. Por eso la ciencia moderna no es inocente. En ella se expresa la experiencia fundacional de la conquista; por eso encubre, de modo sofisticado, su más profunda referencia: el racismo. Por eso una liberación, si quiere hacerse real, no puede partir ya más del conocimiento que ha producido el dominador, sino que necesita producir un conocimiento propio, sólo así su liberación puede fundamentarse en lo más sólido que hay, es decir, la propia historia; porque todo proyecto político nace de la propia historia, de la reflexión necesaria que brinda la historia cuando el presente se debate ante todos los tiempos. La historia propia es la materia de la política.
Por eso no se puede partir de otro fundamento que no sea el propio o, lo que más coloquialmente se dice en la vida cotidiana: “si no sabes de dónde vienes, es imposible que sepas a dónde ir”. La afirmación de lo propio es la primera muestra de autoconsciencia, traducida en autodeterminación, que adquiere un proceso de liberación, que ya no es sólo emancipatorio de tal o cual dominación específica. Cuando un pueblo decide, por autodeterminación, es decir, por voluntad propia, libre y soberana, constituirse a sí mismo en creador de su propia liberación, es cuando el pueblo actúa en tanto que pueblo. Despojarse de la imagen que tenía de sí, como expresión de la visión que le dominaba, es la más clara muestra del desideratum de liberación que encarna. Por eso tiene sentido hablar de descolonización.
La descolonización no es “volver atrás” sino recuperar la propia historia negada, restaurar la humanidad que se nos había sido despojada. No es darle la espalda al presente sino enfrentar históricamente sus contradicciones; por eso tampoco es la negación nihilista de todo lo que proviene de afuera, ni siquiera del primer mundo (no es renegar del mundo sino de recuperarlo de la visión provinciana eurocéntrica que ha encubierto al mundo más que descubierto). No significa el encierro fundamentalista hacia lo meramente autóctono, sino la apropiación crítica del conocimiento actual, para que nos pueda posibilitar, de mejor modo, la recuperación del conocimiento nuestro, como base y fundamento del proyecto de vida alternativo que podamos ofrecerle a la humanidad entera. Nuestro proyecto de liberación, sólo podría tener una seria pretensión de universalidad, si los fundamentos epistémicos de los cuales parte, partan siempre de lo más propio; de lo que, precisamente, había negado la modernidad para afirmarse exclusivamente ella.
No son las culturas indígenas las que debieran “modernizarse”, sino la modernidad es la que debe reconocer que, lo que había negado, es la alternativa a su propia decadencia. Si ya no sabe ofrecerle alternativas a la humanidad, en medio de la crisis que ha originado ella misma, es ya hora que deje de verse exclusivamente a sí misma y reconozca, en el resto de la humanidad, las salidas al laberinto que ella misma ha generado.
La crisis civilizatoria actual es el contexto para insistir en una descolonización planetaria. Por eso llegó la hora de ceder la palabra a los pueblos y naciones indígenas. Lo más despreciado por el mundo moderno, resulta ahora lo más necesario para seguir viviendo, para darle un nuevo sentido a la vida, como una necesaria re-cualificación del sentido mismo del vivir. En eso consiste la descolonización: en el proceso crítico de producción de auto-consciencia que se determine en una nueva forma de vida, más justa, más digna, más libre y más verdadera.
2. El androcentrismo moderno-occidental
A mi
madre
La perspectiva indígena de las luchas por los derechos reivindicatorios de las mujeres, hizo que estas luchas nunca se expresaran en términos exclusivistas, generando un distanciamiento radical con el hombre, como dos opuestos sin reconciliación posible. Ésta ha sido una diferencia básica que nos permite unas cuantas reflexiones que se distancian de los feminismos radicales (que parten de un liberalismo y un relativismo poco tematizado).
El fundamento y el horizonte del “vivir bien” presupone, siempre, a la comunidad, no como una abstracción sino como la estructura misma de la vida, que es sólo posible desde la reunión complementaria y recíproca de uno con otra; los opuestos no se oponen sino se complementan, por eso todo se concibe como par (parir es un acto entre dos), por eso no hay algo más alejado de nuestra propia identidad, que la exclusión y negación de uno de los componentes que hacen posible la vida. Somos comunidad, es decir, nos debemos, hombres y mujeres, el reconocimiento mutuo y recíproco de la dignidad que poseemos y que no puede negarse a ninguno de sus componentes. Desde que la comunidad se hace extensiva a toda existencia posible, la dignidad se hace irrenunciable para toda forma de vida; más aún para la humana que, cuando reclama dignidad, la vida entera es interpelada por un atropello que amenaza a todo el conjunto, pues si algo es deprivado de su dignidad, el todo de la comunidad queda cuestionado.
Por eso la lucha no puede ser sino común, porque todo consiste en el reconstituir la comunidad que presupone toda la vida, y que se desequilibra cuando uno de sus componentes sufre del atropello a su dignidad. La vida es sólo posible en y como comunidad. Por eso, una dignificación de la mujer no es una incumbencia sólo de las mujeres, sino que debiera ser, sobre todo, de los varones, pues la mujer alumbra la vida. La vida proviene de lo femenino. La lucha no puede ser traducida en una lucha que nos enfrente, sino que nos reconcilie, a partir del reconocimiento que padecemos todos, un modelo de vida androcéntrico que produce una sociedad machista, que naturaliza el sometimiento de las mujeres a las necesidades exclusivas de un individuo auto-centrado, ensimismado en su propio yo masculino que, desde el hogar hasta la política, concibe al mundo como el teatro de su realización exclusivamente individualista.
Por eso la lucha de la mujer es, en última instancia, lucha también por el hombre (concepto usurpado por un ego cartesiano sin corporalidad, ni historia, ni cultura), porque un mundo hecho a imagen y semejanza exclusivas del varón, no sólo encubre e invisibiliza a la mujer, sino termina destruyendo lo que hace común a ambos, la vida misma. La crítica a un sistema androcéntrico tiene que ver con la crítica a la auto-referencialidad del hombre abstracto (que se concreta en el individuo moderno burgués) como único ser de derechos, de decisión y de mando, dejando a la mujer como un mero apéndice en todas sus realizaciones personales egoístas (porque en éstas ya no incluye a la familia ni a los hijos, dejando que la mujer cargue con toda aquella responsabilidad que nunca la asume como propia). Las mujeres luchan para remediar esta clase de situación que altera la vida misma, porque son también los hijos y las hijas quienes sufren las consecuencias de un mundo concebido sólo para los adultos varones.
¿De dónde aparece todo esto? Se trata de una asimilación sistemática a una forma de vida, la moderna, que ya no respeta el contenido espiritual que portamos los seres humanos, lo sagrado de la vida, que hace posible a toda comunidad. Cuanto más se destruye las formas de vida comunitarias, más expuestas están las mujeres a una dominación que devalúa todas sus facultades, prioridades y derechos, haciéndonos olvidar que, como madres, son ellas el conducto pedagógico de trasmisión cultural a las generaciones futuras, ellas son la personificación humana de la PachaMama como dadora y criadora de vida y que, como criadoras, son la imagen de nuestra PachaMama, de nuestras huacas y apus, quienes nos enseñan que la vida se cría continuamente.
Ésta desvalorización produce la desvalorización de la vida misma. Por eso la declaración siguiente no es gratuita: esta forma de vida moderna es, en realidad, una forma de la muerte; por eso ya no ve la procreación como un acto sagrado sino como mero acto reproductivo, por eso la profana, para producir el puro placer egoísta de unos, sin goce ni bienestar para otras; por eso tampoco reivindica al hogar, porque hace de la vida pública la única forma de realización personal, dejando la familia y el hogar a una suerte de reclusión privada de las puras miserias; por eso el individuo moderno concibe a los hijos como pura carga. Si todos velan exclusivamente por sus propios intereses egoístas, entonces nadie se hace responsable de nadie; por eso el individuo egoísta cree disponer la vida de todos, como cosas al servicio de sus apetitos.
El desprecio a la mujer, más aun, a su condición de madre, no puede ser otra cosa que el desprecio a la vida, porque la mujer es la fuente de la vida. Eso es lo que delata a un sistema de la muerte. El capitalismo es eso, un sistema de reproducción de la muerte. El mundo moderno ha producido eso.
La lucha por la mujer se convierte entonces en la lucha por la vida. Reivindicar a la mujer es reivindicar a la PachaMama, porque son la referencia de lo que significa ser madre: lo que es criar, es crear, cuidar y proteger a la vida. Por eso tiene sentido la declaración siguiente: “nuestra lucha es su lucha, porque si no se libera a la mujer, tampoco el hombre será libre”. Cuando a las mujeres se les priva la salud, la educación, el trabajo digno, la herencia, la identidad, etc., lo que se priva es, no sólo la justicia de un componente sino, en realidad, la justicia del todo; porque esa privación llena el alma materna de dolor, de pena, de fracaso y frustración, y de eso se llenan los hijos, el hogar y la comunidad toda, porque la madre transmite, inevitablemente, toda su frustración al espacio en el que se encuentra. Así como puede llenar de alegría el espacio en el que está, así también lo puede llenar de dolor. La frustración de la madre se convierte en frustración de los hijos y hasta de los padres, porque la frustración se convierte en un mal-estar general.
Ésta es una mirada crítica que específica la dominación naturalizada que sufren las mujeres, pero, especialmente, la mujer indígena (cuyo grado de exclusión y negación es triple: por mujer, por pobre y por india). Denuncia una situación que atraviesa a toda la sociedad que, de la ciudad se extiende al campo, desconstituyendo comunidades, saberes y sistemas de vida, haciendo que la frágil situación en la que se encuentran las mujeres se vuelva todavía más precaria, generando acumulativamente discriminaciones al interior de los propios núcleos familiares, desarrollando prácticas que no se corresponden con las propiamente ancestrales (lo cual no significa que en nuestras culturas ancestrales todo haya sido un paraíso sino que ninguna dominación se ha sofisticado, de tal modo, que ha podido concebir y legitimar la dominación como dominación naturalizada, esto es lo prototípico de la colonización y dominación moderna) y que acelera la destrucción de lo propiamente comunitario que presuponemos.
Se dice naturalizada porque hasta la propia mujer llega a creer que no tiene voz ni voto en esta situación, que “así nomás es la vida”, cargando un conjunto de discriminaciones como si se tratara de una maldición divina. El hombre cree que, por ser “amo y señor”, decide todo sin tomar en cuenta a la mujer. Esto que es “normal” en el hogar también se hace “normal” en la política, donde la mujer, pese a luchar incluso más que el hombre, no decide. La decisión se convierte en algo privativo del hombre.
Esta naturalización de las relaciones de dominación es lo que nos hace creer que, si hay “señor”, debe haber siempre siervos, que, si el “señor” es el hombre, la sierva natural es la mujer, que nadie puede cambiar eso. La naturalización de las relaciones de dominación ha mitificado a ésta, deshistorizando las relaciones de poder. Pero las relaciones de dominación son producto de historias de poder y esta particular forma de dominación naturalizada es la que padecemos desde la invasión y conquista del Nuevo Mundo. Por eso la descolonización denuncia aquella naturalización como la más sofisticada forma de dominación que ha existido y que atraviesa, material y espiritualmente, la subjetividad nuestra, la objetividad del mundo y hasta los procesos de emancipación que desatamos.
Cuando la clasificación antropológica que produce el racismo inferioriza a los dominados, las más expuestas fueron las mujeres, por eso también las más vulnerables; vencidos los guerreros, quienes podían todavía luchar, los que quedaron fueron domesticados en la más cruda servidumbre, donde se los privó de humanidad, o sea, de dignidad, por eso también, entre los vencidos, reprodujeron aquella dominación con las más vulnerables, socavando todavía más aquella precaria existencia que persistía en sobrevivir. La naturalización de las relaciones de dominación facilita aquello, pues las víctimas ya no aparecen como víctimas, como seres humanos, sino privados de humanidad, por lo tanto, la violencia ya no es culpa del verdugo sino de la propia víctima, por negarse a obedecer a su “superior”, a su “señor”, porque la violencia que se le aplica es concebida hasta como un favor que se le hace a la víctima, en su resistencia a obedecer a su “superior”. Hasta en la lucha se reproducía esta suerte de jerarquías asimiladas por los propios subalternos. Para el “señor” es cosa justa, por derecho natural, que los brutos obedezcan, como decía Ginés de Sepúlveda, al “Señor”, y la mujer al marido, porque en esto consistía la perfección, que lo inferior se someta a lo “superior”, para “bien de todos” decía, para “civilizarnos”, el supremo bien que establece la conquista (1), prototipo de un mundo moderno profundamente androcéntrico.
Por eso también la constatación de que, nuestras propias prácticas y costumbres, se hallan contaminadas por aquello que denunciamos, lo cual nos impele también a asumir, de modo crítico, nuestra propia tradición. Porque si bien la dominación naturalizada que nace con el mundo moderno es algo que nos llega de afuera, también descubrimos resabios de discriminación en nuestras propias culturas (no sólo por estar expuestas a la “modernización” de las comunidades sino porque aquélla dominación ha descubierto todas y cada una de las relaciones de poder y dominación propias que son la puerta por la cual se desarrolla mejor la dominación impuesta). Eso nos permite la autocrítica, porque lo que se deduce de todo aquello, ya no es una liberación de esto o lo otro sino liberarnos de toda relación de dominación.
Por eso la descolonización destaca que un proceso de liberación sólo puede partir desde nuestra propia identidad, pero de modo crítico y responsable (2). Porque se trata de reconstruir la forma de vida que nos presupone (y que es lo que hay que recuperar ante la crisis civilizatoria actual), la comunidad, que era y es nuestro horizonte de vida. Por eso la lucha de las mujeres indígenas busca la complementación, el encuentro con el varón, para reunir lo que se ha separado y producir, de nuevo, la comunidad, es decir, la vida.
En ese sentido convendría aclarar: descolonización y despatriarcalización no son lo mismo. La despatriarcalización aparece como una posición emancipatoria, mientras que la descolonización es un criterio metodológico que nos permitiría organizar una posición emancipatoria; pero, además, nos permitiría hacer, de esa posición emancipatoria, una posición crítico-emancipatoria. Si revisamos un poco la historia, a lo largo de los procesos emancipatorios, en la modernidad, una emancipación puede devenir en una nueva dominación; es decir que, una emancipación determinada puede redituar la dominación que tanto critica, promoviendo un nuevo tipo de dominación.
Una posición crítico-emancipatoria debiera ser consciente que, un proceso de emancipación involucra necesariamente un giro epistémico, el giro des-colonial. Es decir, hoy en día, no sería posible producir pensamiento crítico sin atravesar un giro des-colonial. Porque para producir una posición emancipatoria, con carácter o pretensión de liberarse de toda forma de dominación, lo que se precisa es desmontar toda la racionalidad que hace posible que la dominación se repita o se reditúe de modos más sofisticados y hasta bajo nuevas banderas liberadoras. Esto supone tener criterios para evaluar las propias posiciones emancipatorias, para que no caigan en una nueva dominación.
Esto significa un asunto mucho más complejo, a eso llamaríamos una posición crítico-emancipatoria, o sea, una posición, en sentido estricto, de liberación, no de liberación de algo, sino con pretensión de liberación de toda forma de dominación. A esto apuntaría la reflexión en torno a lo que la liberación de la mujer ha venido apuntando; porque cuando la mujer lucha, pelea y expresa y manifiesta un proceso de liberación, sobre todo cuando proviene de esas triples exclusiones, nunca se expresa en términos exclusivistas, sino que dentro de ese proceso de liberación que expresa el movimiento de liberación de la mujer indígena, siempre están los hijos, la familia y, de modo inherente, está metida la Madre tierra, la PachaMama.
La vida reúne lo distinto, porque las contradicciones, en realidad, no se oponen, están para complementarse, de modo recíproco. La comunidad no es algo que se impone sino algo que se propone en la complementariedad; en ésta no puede haber enfrentamiento u oposición, porque la complementación sólo puede ser recíproca, mutua, donde el uno y la otra se brindan en la libertad y la gratuidad, es decir, en la complementación incondicional. Nuestra identidad concibe una paridad originaria; por eso la PachaMama necesita del Alaxpacha o Pachatata (3). La lluvia de los cielos es lo que fecunda la tierra para hacerla fértil. Todo es par: la luna necesita del sol, el día se corresponde con la noche, el frío pide el calor, el macho busca a la hembra y la hembra espera por el macho; los que son pares, al complementarse recíprocamente, crean la vida.
Una crítica al mundo androcéntrico quiere reivindicar la responsabilidad que significa ser padre y madre. Por eso la lucha de las mujeres indígenas lucha por las hijas e hijos, cuya vulnerabilidad lanza a las madres a denunciar el acumulado rechazo machista a asumir la responsabilidad de ser y comportarse como padre. En eso nuestras antiguas culturas se mostraban más dignas que la actual, moderna (extendida hasta nuestras comunidades), donde ya nadie quiere ser padre y, hay que decirlo, tampoco nadie quiere ser madre, porque todos quieren velar exclusivamente por sus propios intereses individualistas. Así actúan los poderosos, los ricos, y así también empezamos a actuar quienes supuestamente somos críticos al orden imperante, legitimando, en nuestras opciones de vida, al mundo que tanto criticamos. Por eso la descolonización es sólo viable si acontece, de modo práctico, en el desmontaje de nuestras propias creencias y certidumbres.
Hay que recuperar, de nuestras culturas, los valores de responsabilidad, aquello que implicaba hacerse cargo de los demás y, en primera instancia, de los hijos (4); la dignificación de la mujer permitía recibir a las niñas no con resignación sino, más bien, con alegría, porque si era mujer la primogénita significaba “uta puka”, es decir, “casa llena”. Esa dignificación hacía posible que, hasta en la lucha, varón y mujer, dirigían y comandaban conjuntamente a los pueblos indios, porque en estos, en sus mitos y creencias, la mujer significaba la vida y la vida era lo más preciado, más que el oro; era lo que había que cuidar y respetar siempre. Por eso no hay Manco Kapac sin Mama Ocllo, tampoco hay Túpac Katari sin Bartolina Sisa.
Curiosamente, sólo las culturas llamadas patriarcales (como la hebrea) reivindican a las matriarcas, que no es el caso de culturas como la griega (o la romana), que no podrían llamarse patriarcales sino profundamente androcéntricas. La diferencia consiste en que, en la última, la preeminencia se sitúa en la masculinidad auto-centrada, lo cual deriva en el culto estético y hasta religioso del cuerpo del varón, como sucede en la helenidad (una cultura patriarcal reivindica al padre, más que al varón). Veamos cómo se justifica, a partir de sus propios mitos, la dominación del varón sobre la mujer. En la obra de Eurípides, encontramos el relato de Ifigenia (para contextualizar, Agamenón, padre de Ifigenia, va a la conquista de Troya, pero le retiene el hecho de que no hay viento; la interpretación que hace es que hay que sacrificar algo para que la victoria sea posible; el discurso masculino interpreta que la diosa Artemisa requiere el sacrificio de la hija de Agamenón, es decir, Ifigenia). En parte del relato, Ifigenia misma justifica, frente a su madre, Clitemnestra, su propio sacrificio: “Madre, escúchame, creo te indignas en vano contra tu esposo, pero tú debes evitar tus acusaciones, resuelta está mi muerte y quiero que sea gloriosa (…) ¿yo sola podré oponerme a la gloria de Grecia? (…) ¿podremos nosotras acaso resistir la gloria que nos corresponde? Un solo hombre es más digno de ver la luz que infinitas mujeres (…) Madre, los griegos han de dominar a los bárbaros, no los bárbaros a los griegos, que esclavos son los unos y libres los otros”.
Se nota que es la versión de quien tiene el poder, y ese poder lo tiene el padre, Agamenón, pero no es padre, porque ¿cómo un padre va a matar a su propia hija? Ese es un mundo androcéntrico; una cultura androcéntrica que, en sus propios mitos, justifican la dominación a la cual aspiran; porque si “unos son libres (los griegos aqueos de nobles crines) y otros esclavos (los no griegos)”, en sus propios mitos encontramos las referencias exclusivamente androcéntricas del discurso del poder, que se expresa artísticamente en la tragedia griega.
Ifigenia, en la versión de Esquilo, se resiste al sacrificio, se resiste a ser asesinada, aparece como una loca y el sensato es Agamenón, el padre (que reniega de ser padre pues ordena la muerte de su propia hija). Eurípides es el que escribe el relato citado, donde Ifigenia aparece “sensata” y hasta desea su sacrificio, y lo justifica, por eso dice: “un solo hombre es más digno de ver la luz que infinitas mujeres”. Su “sensatez” consiste en resignarse a ser sólo una mujer. Pero la loca es ahora la madre, Clitemnestra, quien le reclama al marido la muerte de la hija. En la visión androcéntrica de la tragedia griega, la cuerda es la loca y el loco (el padre que reniega de ser padre) resulta ser el cuerdo.
Entonces, así como hay mitos de liberación, así también hay mitos de dominación, como estos que expresan el androcentrismo característico de la cultura griega y, después, la romana. Por eso, no en vano, son esclavistas. Todo su conocimiento formalizado en filosofía expresa aquello. Esa es la perspectiva desde la cual, lo que en principio fue una religión de los esclavos, el cristianismo original, en el 325, con Constantino, se imperializa, es decir, se convierte en una religión imperial; cuando se heleniza y latiniza el cristianismo original, se invierten sus principios originales, y esa perspectiva, imperializada, es la versión que tenemos nosotros del cristianismo, es decir, una religión sacrificial.
Esa es la perspectiva desde la cual interpretamos el sacrificio, el Cristo en la cruz, que sería una Ifigenia en la versión de Eurípides, es decir, auto-justificando su propio sacrificio. Ahora bien, una cultura patriarcal (o llamada así), como sería la hebrea, parte de otro mito; cuando Abraham recibe la promesa de ser padre, no de un solo hijo, sino de todas las naciones, esto constituye una resignificación de lo que es ser padre, ser padre es algo que se desea como responsabilidad, me hago cargo del futuro que engendro, me hago criador, como el propio Creador que no sólo crea sino también cría. Por eso Abraham no mata a Isaac, su libertad consiste en no matar al hijo, en desear su vida, como libre, como hermano, por eso ser padre, en estas culturas, es ser modelo de vida, por eso es un criador. La PachaMama también cría, por eso es dadora de vida. Esto lo expresan nuestros mitos, distintos a los mitos griegos; en nuestros mitos, el ser varón y el ser mujer son potencialidades (padre y madre) que, cuando se reúnen, producen vida, es decir, cuando se complementan, de modo recíproco, hacen posible la vida; esto es lo que categorialmente podríamos exponer como el pasar de la libertad a la responsabilidad. Porque sólo siendo libre puedo asumir responsabilidades y la responsabilidad más grande es hacerse cargo de la vida, no sólo de mi vida sino de toda la vida.
Por eso, volver a aquello no es “volver al pasado” sino restaurar en el presente los sentidos que hacían posible una forma de vida más verdadera y justa que la actual. Si la modernidad fuera, aunque ajena, una forma de vida buena, no habría problema, el problema es que sacrifica y mata todo lo que hace posible la vida toda. En ese sentido, tenemos que resignificar la función del padre y de la madre; que ser padre sea algo que se desee, con responsabilidad, que ese hacerse cargo sea vivido con la alegría propia del vivir: el hacerse criador es corresponder a la propia vida que cría todo lo que crea. La PachaMama cría, porque es dadora de vida. La vida de los hijos sólo es posible a partir de la afirmación de la vida de la madre; por eso el padre asume, como su primera responsabilidad, el cuidar y proteger la vida de la madre. Por eso hay como una pasión por la vida en la afirmación de la naturaleza en cuanto PachaMama, porque no se trata de un algo ajeno sino de la fuente misma de la vida, por eso, ser Madre es algo sagrado.
La forma de vida moderna profana todo lo sagrado, por eso hasta de la belleza de la mujer hace patrimonio público, cuando es algo digno y sagrado que sólo puede brindarse en lo íntimo del respeto y amor plenos. Una cultura que profana todo, afirma una total irresponsabilidad que confunde con la libertad, porque resume toda libertad a la libertad expansiva de los apetitos del ego, que encuentra en toda otra libertad un obstáculo para su libre despliegue. Se trata de una libertad sin responsabilidad. Adquirir la responsabilidad de una nueva vida significa convertirse en modelo de vida. El jaq’i quiere decir eso, porque jaq’i se dice de alguien responsable (5).
El mérito de ser autoridad proviene de aquella responsabilidad que se adquiere en la paternidad potencial, sólo puede ser responsable alguien que ya proviene de una experiencia responsable. En la comunidad, la política es servicio porque el servicio a la comunidad es algo inherente al sujeto criador, sirve a la comunidad porque el servir es lo más humano, es algo que se desea realizar, de modo libre y responsable. Lo que hace posible la política, en sentido comunitario, es la experiencia previa del hacerse responsable, y eso empieza en la familia, para trascender a la política misma: el hacerse responsable por todos y, en última instancia, por todo, es una vocación que adquiere un alguien que no se concibe como “arrojado en la existencia” sino como un “enfamiliado en el ayllu, en la comunidad”. Por eso nace y muere en la prodigalidad del cariño; con fiesta se le recibe y con fiesta se le despide.
No nacemos ni morimos solos sino siempre en comunidad, por eso retornamos a la vida acompañados por otra comunidad. La vida misma testimonia la reunión de quienes se complementan para hacer posible vida. Esto quiere decir el chacha-warmi. Se trata de un modelo ideal. No es algo que, empíricamente, se pueda señalar como corroborable. Por eso hay que hacer la distinción de niveles de reflexión, pues muchos confunden y creen que, como no se puede “ver”, no existe (aunque siempre se dice que uno sólo ve lo que quiere ver). Los modelos ideales se hallan en el nivel de las utopías y las utopías no se ven, lo que se ve es lo que producen. El ideal que persigo es lo que me define quién soy. El chacha-warmi es un modelo ideal, que se desprende de los mitos que contiene la cosmovisión, en este caso, andina; a partir de la reflexión de estos mitos, es posible descubrir los fundamentos desde los cuales podemos comprender en qué consiste este modelo ideal del chacha-warmi.
Es un ideal que da sentido a la noción de complementariedad y aparece como el criterio de evaluación al que acudimos para advertir si lo que producimos coincide con aquello que nos proponemos. El chacha-warmi no significa la corroboración porcentual de una distribución cuantitativa, tampoco una igualación demagógica de funciones. Es un ideal que se asume como figura modélica de lo que debiera ser una reunión por complementación recíproca, no unilateral (porque me puedo complementar a costa de alguien); la conjunción recíproca y complementaria, libre y responsable, es lo que hace que la vida sea pródiga y se manifieste como fiesta, como realización plena. A esto tienden, de modo voluntario, quienes se conciben como criadores. Criando la vida es como la vida empieza a criarles. La madre es el testimonio vivo de esta vocación de servicio; el desvivirse de la madre por los hijos es la prodigalidad de la propia vida que, en cuanto PachaMama, es madre que otorga sus frutos por pura generosidad. Esa es la experiencia que poseían nuestros pueblos que veían al trabajo, la cosecha, como fiesta, como realización de la comunidad.
Pero la vida moderna destruye toda forma de comunidad, nos reduce a individuos atomizados sin comunidad, condenándonos a una soledad defensiva, donde los demás ya no son hermanos sino enemigos. Por eso necesitamos urgentemente la recuperación de nuestras formas comunitarias de vida, pero no como una adopción romántica de lo que fue sino recuperar críticamente lo que ha despreciado el mundo moderno.
La perspectiva indígena de la lucha de la mujer no busca anular la familia sino resignificarla, desde nuestras identidades, para hacer posible concebir una familia verdadera, es decir, liberadora (6). Ni el varón ni la mujer pueden ser libres si su liberación es unilateral, sólo pueden liberarse si se liberan de toda relación de dominación. A esto apunta una liberación de la mujer, porque desde la mujer, de la triplemente discriminada, por pobre, por india y por mujer, se puede afirmar lo siguiente: no podremos ser libres, como humanidad, si no liberamos primero a la PachaMama.
Somos la cultura de la vida, presuponemos la complementariedad, la reunión de lo que la vida ha dispuesto para renovarse siempre; por eso la comunidad es obra nuestra. Las mujeres son quienes mejor saben eso, por eso su lucha contiene a todas las demás. Afirmando la vida de la PachaMama, de la Madre primera, aseguramos la vida nuestra; sus hijas e hijos reconocemos esto en la maternidad y paternidad (7) (experiencia que se asume, de modo expansivo, cuando uno o una decide ser maestro o maestra, líder o lideresa, porque eso es la prodigalidad que produce la significancia de ser madre o padre). Esto es lo que significa, por opción libre y soberana, hacerse ser humano, porque eso quiere decir: hacerse responsable de la vida, no sólo de mi vida sino de la vida toda. Por eso la lucha de la mujer constituye la afirmación más contundente de la pasión por la vida toda.
3. El racismo: mito fundacional de la modernidad
A mis
abuelos
El racismo es no sólo una invención moderna. Es su mito fundacional. En toda la historia de la civilización humana, no se encuentra referencias que describan una sistemática devaluación absoluta de la humanidad del distinto; ese tipo de devaluación absoluta caracteriza, precisamente, al racismo. Explotación existe, y parte de la dominación del trabajo ajeno, de ese modo también se genera la esclavitud, a partir del fenómeno de las deudas; el colonialismo mismo tiene larga data, pero está más referido a la reducción tributaria de las colonias. Pero la dominación colonial moderna es distinta, porque ningún fenómeno de dominación se había expresado en los términos de una naturalización de ésta. Lo que hace el racismo es devaluar de tal modo la humanidad de las víctimas que desaparecen en cuanto víctimas; encubriendo su condición de víctimas, desaparece su humanidad y son reducidas como seres biológicamente inferiores sin condición humana. Su dominación entonces se hace expedita y la explotación misma del trabajo se puede desarrollar y sofisticar en base a esta inferiorización como devaluación absoluta de la humanidad del otro, humanidad que encubre sistemáticamente el mundo moderno.
Esta devaluación absoluta de la humanidad del otro, del distinto, aparece en el desarrollo mismo de la conquista del Nuevo Mundo. La conquista es el suelo práctico-histórico, el fundamento histórico-existencial en el que se funda la nueva subjetividad moderna. En ese sentido, el racismo se constituye en el mito fundacional de un proyecto, gracias al cual, Europa sale de su enclaustramiento civilizatorio (relegada, desde griegos y romanos, a ser el anglae terrae, el ángulo del mundo, o sea, el fin del mundo, la más recóndita extensión periférica del Mediterráneo) y que, desde la conquista e invasión del Nuevo Mundo, no sólo provoca su despegue civilizatorio sino que afirma para lo venidero, a sangre y fuego, su nueva condición de centralidad ahora mundial.
Afirmarse centro no es una operación unilateral, sino que involucra la producción de una periferia. El precio de ser y saberse centro no lo va a pagar el centro sino lo va a pagar absolutamente su primera periferia. En la experiencia de la conquista y posterior colonización es donde irán apareciendo los términos exclusivos de la dominación que ha de ir desarrollando el mundo moderno. Para desarrollarse a sí mismo, debe hacerlo a costa de su primer conquistado, el indio, luego del afro; en éstos, descarga, en primera instancia, los costos reales (materiales y existenciales) de su proyecto de dominación global. Entonces, ser y saberse centro constituye la primera determinación del mundo moderno, lo cual traduce la subjetividad moderna como ser y saberse superior.
Esta condición es inédita para una Europa periférica del todo. Europa ya no es nunca más la misma después de la conquista. La propia historia medieval que arrastra no le proporciona una base existencial que pueda traducir en proyecto civilizatorio. Frente al apogeo árabe, turco, persa, hindú, chino, etc., no tiene contrapeso alguno. Por eso la conquista le es fundamental, porque cambia toda la consciencia que tenía de sí misma. La imagen devaluada que la subjetividad europea tiene de sí, empieza a re-evaluarse, por eso el concepto de nuevo mundo no es nada casual, porque en éste acuña la concepción que, de sí, empieza a reconstituirle; el nuevo modo (el sentido original del concepto “moderno”) será el proceso de reconstitución de una subjetividad a costa de otra; re-evaluarse significa reconstituirse, pero no será una reconstitución desde sí sino una reconstitución por desconstitución.
Entonces, para reconstituirse, la subjetividad europea no parte de sí, parte del otro, por eso debe desconstituir a alguien, al otro que encontró allende la Mar Océano: el indio. Transfiere lo que es en el otro, lo que ya no es y no quiere ya ser, lo transfiere al otro, pero antes debe despojarle la humanidad al otro, lo que le saca es lo que le llena una vez que el otro ya carga con todos los estigmas que le ha transferido, de modo que la humanidad negada del otro retorna como reconstitución suya. Cuando transfiere al indio sus propias miserias, se ve libre de ellas, entonces su humanidad aparece reconstituida y empieza a concebirse en los términos que ahora adscribe exclusivamente para sí: se concibe como “superior”.
Pero para que haya “superior” debe de haber “inferior”. Por eso, para producir la “inferioridad” que necesita, como contraparte de su “superioridad”, debe vaciarle toda la humanidad que posea a su víctima. La violencia de la conquista se justifica por ese acto de transferencia; pues si lo que busca la nueva subjetividad, fogueada en la conquista, es desprenderse de todo lo que era, no hay otra forma que acabar con eso que era, que ahora lo representa el otro. El otro le recuerda lo que era (y sigue siendo) y quiere negar a toda costa, por eso la saña inicial se hace metódica y produce sistema. La violencia, la guerra y la dominación se vuelven forma de vida.
Si la conquista despliega una crueldad inimaginable hasta para los propios cronistas y hasta denunciada por los religiosos críticos (que saben de las atrocidades de la Inquisición y la Reconquista) es porque en el suelo histórico fundacional del mundo moderno se retrata los contenidos del proyecto que está naciendo. Por eso el conquistador es el prototipo del nuevo modelo de humanidad que abraza la subjetividad moderna. Inferiorizar a las víctimas, privarles de humanidad, será fundamental para concebirse, desde entonces y para siempre, en los términos de la primera dicotomía moderna, explícitamente racista: superior-inferior; en términos ideológicos, que enmarcarán para siempre el discurso científico moderno, aparecerá del siguiente modo: civilizado-bárbaro.
La categoría de “raza”, porque se trata de un marco hermenéutico de clasificación antropológica, empieza a constituirse en el criterio de toda posterior clasificación, ya sea social, del trabajo, etc.; y, siendo antropológica, establece las fronteras de lo humano y lo no humano. Nace con el mundo moderno y, mediante una naturalización de las relaciones de poder y dominación, clasifica a la humanidad biológicamente en “superiores” e “inferiores”, es decir, las diferencias culturales y civilizatorias las naturaliza, bosquejando, en cuanto discurso científico (ya ideologizado) una línea evolutiva, que sitúa al hombre blanco europeo-moderno en la culminación de aquella supuesta línea evolutiva; las otras “razas”, aparecen rezagadas del todo y condenadas a su desaparición, todas ellas se encontrarían en la prehistoria de la humanidad. Por eso no habrían producido propiamente cultura o civilización. Para que la misma ciencia parta de aquel marco hermenéutico de clasificación antropológica, supone que el acto de transferencia ha despojado absolutamente de humanidad al resto de la humanidad que no es “blanca”.
El precio de la humanidad, ahora exclusivamente blanca-moderno-europea (después norteamericana pero siempre anglosajón-blanca), lo paga absolutamente la humanidad restante. El precio es la devaluación de todo lo que son y esto significa transferir, en la dominación colonial que sufren, ya no sólo riqueza sino vida en sentido estricto. Lo que son diferencias culturales, son ahora fronteras biológicas entre lo humano y lo no humano, por eso hasta los caracteres fenotípicos se clasifican de modo moral: lo blanco es la imagen fenotípica de lo que es “puro”, de la bondad, de lo “limpio”, hasta lo “inmaculado” y consagrado, etc., mientras lo negro retrata siempre lo “sucio”, “impuro”, por naturaleza (hasta el día de hoy, las características criminales fenotípicas se corresponden con esa clasificación).
La naturalización de las diferencias ha producido las más sofisticadas relaciones de poder y dominación que hayan jamás existido; han hecho posible que estas relaciones de poder y dominación sean mucho más estables, sólidas y duraderas (produciendo, hasta en los racializados, identidades homogeneizadas según patrones excluyentes que provocan nuevos tipos de discriminación). El racismo moderno es la convención pre-lógica que adopta el desarrollo moderno en su disposición (geopolítica, geoeconómica y geofinanciera) centro desarrollado-periferia subdesarrollada, condenando a la mayoría de la humanidad a su desaparición, justificando aquello –hasta científicamente– por una suerte de “selección natural” que adopta la propia “mano invisible” del mercado (la propia ciencia moderna, su racionalidad, presupone, como su núcleo mítico, los prejuicios racistas de clasificación antropológica).
El racismo es el mito fundacional del mundo moderno porque actúa como el meta-relato legitimador de su dominación, ya no en términos clásicos sino resignificados novedosamente a partir de su naturalización, esencializando las relaciones de dominación y no como producto de historias de poder. La conquista le es fundamental porque en ella se despliegan las condiciones históricas para reconstituir una subjetividad desvalorada en subjetividad moderna; este proceso de reconstitución, en los términos que adquiere, es imposible sin el racismo, pues se trata, como ya dijimos, de una reconstitución por des-constitución; la transferencia de humanidad de la víctima al conquistador es esencial para objetivar esa nueva subjetividad como “superior”. El despojo material es apenas la consecuencia de un despojo más perverso.
El impacto de la riqueza moderna, de la dinámica de la producción y consumo capitalista oculta aquello; pues nunca se había desarrollado, de modo tan cruel e infame, la explotación del trabajo (además nunca pagado) de millones de indios y afros (no sólo se habría hecho un puente con toda la plata que se llevaron sino todo un océano con toda la sangre de los mitayos); nunca se había aprovechado, de un modo tan despiadado, de las materias primas, los recursos energéticos, los alimentos, de toda la riqueza de la humanidad restante, exclusivamente hacia un centro único, de carácter mundial. Por eso la conquista nunca ha cesado, por eso, en cada nuevo proceso de acumulación, debe reproducirse nuevas conquistas, como el fundamento de un proyecto que, retornando siempre a lo que es, nos muestra lo perverso de sus propósitos (Dostoievski decía que el criminal siempre vuelve al lugar del crimen).
En ese sentido, el racismo, en cuanto mito fundacional, es el que estructura el sistema de creencias de la modernidad, que se traduce en el horizonte de prejuicios que asimila la subjetividad moderna, como el núcleo desde el cual organiza su concepción de la vida y del mundo y que, por mediación del conocimiento científico y filosófico, se traduce en proyecto de vida. El cual se concibe siempre en términos de dominación. La racionalidad moderna ha formalizado, desarrollado y sofisticado de tal forma la dominación, que ya no aparece como tal, por eso las víctimas aparecen sin historia, de ese modo la dominación nunca se des-encubre históricamente.
Entonces, para auto-comprenderse y desarrollarse la subjetividad moderna, exclusivamente a sí misma, debe partir siempre del marco hermenéutico de clasificación antropológica (esto se vuelve dramático en la no correspondencia que encuentra la víctima en proceso de modernización, en su fenotipia por ejemplo; el mestizaje en cuanto asimilación por negación es lo que delata su verdadero carácter trágico); desde aquellos prejuicios acumulados por reiteración cultural y asimilación pedagógica, esta subjetividad se concibe como una voluntad de dominio y poder. Para toda subjetividad moderna, ser significa ser dominador. La dominación le brinda la posibilidad de concebirse en términos exclusivos de “superioridad”. De ese modo clasifica, ordena, despliega y hasta critica las posibilidades que se brinda, a sí mismo, en un mundo comprendido bajo la lógica de la dominación, o sea, se auto-interpreta también como mediación propicia para la realización de los fines de la dominación estructural.
En ese sentido es que el racismo no puede reducirse a ser concebido como una mera teoría o ideología política. Constituye, según lo descrito, el núcleo mítico fundacional de la modernidad. Toda racionalidad no parte de sí, sino de las estructuras míticas que le otorgan sentido último. El logos no es nunca superación del mito sino su explicitación. La racionalidad moderna, que se cree la superación de todo mito y se concibe como lo único racional, también contiene mitos (como toda racionalidad). El racismo la constituye y funda sus propias posibilidades. Por eso el eurocentrismo y el “paradigma de la conciencia”, prototipos del ego auto-centrado moderno, son la más acabada expresión formalizada de los prejuicios racistas que sostienen al pensamiento moderno.
El racismo, una vez formalizado, ya no precisa mostrarse de modo explícito; pero cuanto más encubierto se encuentra, más afirma el prejuicio que estalla como indignación ante toda crítica a los fundamentos del mundo moderno: “sin la modernidad, la humanidad seguiría en la barbarie”. La modernidad necesita del racismo para aparecer ella sola como lo único deseable de ser desarrollado, como lo único racional y verdadero; inferiorizando la humanidad del otro, inferioriza también su cultura, su religión, su arte, su ciencia, su medicina, sus alimentos, su música, su lenguaje, su filosofía, en suma, inferioriza, deshumaniza toda su civilización, para que sólo y exclusivamente el mundo moderno aparezca como lo único posible.
Aunque pueda, en la actualidad, demostrarse “científicamente” la falacia de los argumentos racistas, éstos siguen intactos en la subjetividad moderna como estructurantes de su propio sistema de creencias, y actúan en su vida cotidiana, a modo de prejuicios, es decir, como una convención pre-lógica que adquiere, ya decíamos, por acumulación cultural y reiteración pedagógica; además por toda la objetividad estatal que reproduce la clasificación racializada y la naturalización de las relaciones de dominación. La objetividad del Estado se corresponde con la subjetividad social.
De ese modo, objetiva y subjetivamente, el racismo atraviesa todas las esferas de la existencia, agudizando y agravando todas las discriminaciones existentes que, con la naturalización de las relaciones de dominación y la inferiorización de toda posible víctima, desata una violencia inaudita. Constituye al conjunto social como reserva de reclutamiento para sostener el orden impuesto por la clasificación racializada; “restaurar el orden”, es siempre la consigna conservadora que afirma un mundo constituido en torno a una dominación naturalizada y una clasificación racializada (fundamento de toda clasificación social colonial). La reserva de reclutamiento (por lo general la llamada clase media) es la que suele protagonizar las asonadas contrarrevolucionarias cuando los inferiores osan desafiar lo que se concibe como “orden natural”.
El racismo no desaparece por una ley o por la buena voluntad de la gente, es algo cuya consistencia es estructural, y no sólo objetivamente sino, sobre todo, estructural a nivel de la subjetividad de los individuos. Como fundamento que estructura nuestro sistema de creencias, el racismo no siempre se evidencia de modo claro, sino que siempre se amplifica en un continuo proceso de resignificación (uno puede ser racista sin advertirlo). Su formalización y sofisticación, en cuanto conocimiento y pensamiento, puede entonces expresarse sin jamás advertir la identificación de sus contenidos con lo que es el racismo; por eso hasta puede prescindirse de la palabra raza, sin que ello signifique abandonar las dicotomías prototípicas de la modernidad. Superior-inferior, civilizado-bárbaro, son el fundamento que expresan las dicotomías actuales: centro-periferia, desarrollado-subdesarrollado, atrasado-moderno, Norte-sur, etc., tienen sentido sólo a partir de la clasificación antropológica que inaugura el racismo.
Entonces, ¿cómo podría proponerse una superación del racismo? Como se habrá visto, el racismo y todo aquello que ha producido, no puede ser enfrentado, únicamente, en el ámbito de la objetividad institucional. Lo que se colige de todo lo señalado es, ante todo, un proceso de reconstitución de la subjetividad de las propias víctimas, de su mundo, de su cultura, de su espiritualidad y de todo aquello inferiorizado por la modernidad; de un proceso de liberación de toda naturalización de las relaciones de dominación y de clasificación antropológica jerarquizada de roles, trabajos y funciones. Se trata, en suma, de una compleja lucha que señala la transformación global del Estado, porque el Estado es, en definitiva, la objetivación de la eticidad constitutiva de la subjetividad de una nación. Si la subjetividad enfrenta un proceso de liberación de toda dominación naturalizada, entonces lo que objetiva es lo que produce en sí, esto quiere decir que una superación del racismo sólo podría acontecer en una reconstitución de la subjetividad en nueva humanidad.
Entonces, la transformación objetiva o política coadyuva a la producción de una nueva subjetividad, pero, en última instancia, es la transformación subjetiva la garantía de toda transformación objetiva. Las estructuras coloniales de una sociedad y un Estado, que basan su clasificación social en una clasificación racializada, manifiestan toda una forma de vida que se funda en una dominación naturalizada; por eso la injusticia es estructural, porque opera, tanto a nivel objetivo, como en la propia subjetividad de los individuos. La transformación de todo aquello no puede ser parcial sino propone una transformación integral que se objetive, no sólo en un nuevo Estado sino en una nueva subjetividad; esta subjetividad reconstituida es la que podría depositar en el Estado (que ya no podría partir de sí sino del proceso de liberación que protagoniza la voluntad que le confiere soberanía plena) su propia transformación, como objetivación de la nueva forma de vida que porta una subjetividad reconstituida en proceso continuo de liberación de toda forma de dominación.
La insistencia en la superación integral y multidimensional del racismo (que no significa acabar con el racista sino superar el mito fundacional que legitima la dominación moderna), tiene que ver con el hecho de que los procesos de liberación, en la modernidad, han reproducido siempre nuevas formas de dominación, porque si parten siempre de los prejuicios modernos, terminan afirmando al mundo moderno como lo único posible y, de ese modo, anulan toda pretensión real de liberación, pues la apuesta se diluye en incluirse al sistema-mundo que tanto se critica. En ese sentido, “modernizar” al Estado es la figura retórica que expresa un racismo resemantizado como apuesta desarrollista, y reedita el auto-desprecio del colonizado. La modernidad parte de sí misma, pero el colonizado por sus prejuicios, que debiera partir de sí, parte de lo mismo que afirma su colonización. Por eso no se libera.
Esa devaluación es consecuencia del racismo; su especificidad se concentra ya no tanto en la denigración fenotípica sino en la afirmación exclusiva de todo lo que es moderno. Cuando todo proceso de “modernización” aparece como bueno y deseable, entonces el racismo ya no necesita nombrarse, pues en esa “modernización” el colonizado ha asumido el horizonte de creencias del dominador y, en consecuencia, su forma de vida, sus valores y su liderazgo.
Por eso el racismo no es un fenómeno que atraviesa toda la historia de la humanidad, como si se tratara de una discriminación más. El racismo es el mito fundacional de la modernidad. La creencia en la “superioridad” moderna es lo innegociable en la subjetividad que se moderniza (blanqueamiento cultural), porque eso es lo que constituye la base y el fundamento de todos sus prejuicios, de ese modo devalúa ella misma lo que, en realidad, es; esto es lo que le imposibilita sacar algo positivo de lo suyo de sí, por eso no puede sino afirmar sólo y exclusivamente todo lo que proviene del dominador.
El racismo es un mito, porque constituye un horizonte de prejuicios que, como convención pre-lógica, legitima la creencia básica de la conquista: hay “superiores” e “inferiores” por naturaleza. Es ideológica, porque constituye la visión básica de una subjetividad colonial que, por asimilación e inclusión, tiende a afirmar lo ajeno antes que lo propio; valoriza más, en su propio yo, la forma de vida de los dominadores cuanto más desvaloriza su propia forma de vida, por eso llega a despreciar lo suyo, porque lo ve como “inferior” ante la plena admiración que rinde a los que considera “superiores”. Quiere ser como ellos, por eso se brinda gustoso a despojar más a los suyos para merecer el reconocimiento de sus admirados.
Por eso el racismo no puede considerarse la resultante negativa de alguna exacerbación étnica. Si fuera así, el racismo apenas sería el exceso espurio de algún etnocentrismo; pero ningún etnocentrismo previo ha desarrollado una clasificación naturalizada como lo hace el racismo moderno. Por eso no puede considerarse un fenómeno más; se trata del “núcleo esencial” de un mundo profundamente injusto que, en cinco siglos, ha desatado la más despiadada dominación planetaria, que nos está conduciendo a la acelerada destrucción de toda la vida. La riqueza que ha producido el capitalismo moderno es injusta porque es la producción sistemática de miseria en los no considerados humanos plenos según la clasificación antropológica que ha producido el racismo; toda la riqueza moderna chorrea sangre de la humanidad y de la naturaleza desde hace cinco siglos y constituye el despojo sistemático de toda la vida de la humanidad y la naturaleza.
Para hacer legítima esa injusticia estructural, a nivel global, la modernidad debe acudir a sus propios mitos para reponer sus pretensiones de modo “racional”. Su propia racionalidad contiene esos mitos y concibe como lo único racional el seguir afirmándose en ellos. El racismo queda de ese modo afirmado, porque el mundo moderno parte de él, como una de sus creencias básicas e irrenunciables. El racismo es un mito de dominación, porque es, en su esencia, irracional, impuesto contra toda la historia y la humanidad y promovido en función del aniquilamiento sistemático de todas las víctimas que produce la expansión moderna. La modernidad no puede admitir esto, porque eso sería admitir lo perverso de su proyecto de vida, por eso tampoco puede renunciar a su visión racista de la humanidad.
Por eso el racismo, en la retórica hegemónica mundial, pretende ser encubierto como una más de las discriminaciones que existen, que, además, en una argumentación sutilmente a-histórica, se pretende concebir al racismo como un componente inscrito en la propia naturaleza humana. De ese modo se constata que esa retórica no es más que la sofisticación ideológica de la misma naturalización de la dominación que ha producido el racismo. Por eso, algo recurrente que se deduce de una naturalización de las relaciones de dominación, es el abordaje del racismo al margen o fuera de la historia; cuando se hipostasian los prejuicios modernos por sobre toda la historia, estos aparecen referidos a la propia condición humana, como si se tratase de alguna esencia negativa, que supondría una metafísica de la naturaleza humana. De todos modos, la modernidad afirma siempre su inocencia, y la propia conquista, su suelo fundacional, aparece siendo apenas un episodio pasado y, como tal, supuestamente superado.
Lo que no se dice, y descubre el velo ideológico de toda la argumentación moderna, es que la injusticia monumental que ha producido el capitalismo y toda la política moderna, es producto de toda la historia de despojo sistemático que empieza con la conquista del Nuevo Mundo y que, sin jamás interrumpirse la historia de violencia y genocidio, explica la acumulación concéntrica de riqueza que, del tercer mundo siempre va en beneficio exclusivo del primer mundo. Es un robo sistemático, y amparado por el derecho liberal (ahora neoliberal) moderno, que se ha hecho y se sigue haciendo a la humanidad y a la naturaleza.
Si se pretendiera hacer aparecer al racismo como alguna “esencia metafísica”, siempre al margen de la propia historia, entonces, nadie tendría que hacerse responsable de las consecuencias que desata una devaluación absoluta de la humanidad del otro, ni siquiera el racista. La única responsabilidad tendría que imputarse a aquella esencia impersonal, metafísica, sin siquiera corresponsabilidad humana. En esto cae cierta vindicación moralista prototípica de un gnosticismo al servicio del poder. No otra cosa es imputar de “racismo invertido” a la reacción irreverente que prodiga el que manifiesta siglos de acumulación de desprecio; aun cuando el racista se sienta ofendido por la afrenta del que sigue considerándose “inferior”, él todavía mantiene el poder, para sí, del sermón y la reprensión (en un sistema de dominación, toda afrenta de las víctimas es sentenciada desde la moral del sistema). Ni el escarnio ni la injuria de las víctimas podrían “invertir” las relaciones de dominación, pues, aunque la manifestación iracunda de humanidad pueda cobrar ribetes desmedidos, sigue siendo clamor impulsivo de reconocimiento; la propia resistencia a reconocer la humanidad del otro es lo que suele desatar la violencia. Para que haya racismo invertido, el blanco o el q’ara tendrían que constituirse como el otro, pero esto es imposible, pues el otro no es lo otro de una relación lógica sino lo negado, encubierto y subsumido como mediación de la realización del Uno. Un sistema de dominación, como el moderno, se constituye a partir de la afirmación de uno sobre otro, este otro es el negado en su humanidad, el que transfiere su humanidad negada como afirmación de la humanidad del Uno, este Uno es lo Mismo ante el otro, es lo que es ante lo que no es, es el Ser ante el no-ser. Por eso el otro no es una categoría social. El otro de lo Mismo de la modernidad, de la Totalidad cerrada ante toda exterioridad ha sido siempre el negado por ésta, que, por estar fuera de lo considerado humano, resulta siempre lo desconocido, hasta lo misterioso, pero siempre extraño, salvaje, lo que no es y no puede ser. Lo único posible, en una Totalidad cerrada como la modernidad, es el despliegue de lo Mismo. Por eso el otro es lo inaudito y su clamor de justicia es considerada rebelión maligna.
La lucha entonces no consiste en acabar con los racistas sino en superar el racismo; porque restaurar la humanidad de las víctimas significa también, y en última instancia, restaurar la humanidad de los victimarios. La liberación de las víctimas puede significar pérdidas cuantitativas para el victimario, pero lo que podría ganar es más cualitativo, porque gana humanidad. Entonces, una superación del racismo es una tarea más compleja, porque implica una reconstitución de la subjetividad de las víctimas. Por eso la recuperación de la historia, sobre todo, de la historia nuestra, de nuestra espiritualidad, de la memoria de nuestros ancestros, de nuestros muertos, invisibilizada, excluida, negada, se hace fundamental en el proceso de reconstitución de lo humano en general. El racismo cumple una función legitimadora de toda forma de discriminación del mundo moderno; pues todo el conjunto de discriminaciones que conocemos se promueven siempre a partir de la devaluación absoluta del otro, lo que promueve la naturalización de las relaciones de dominación.
Notas