El rumor totalitario. Contrapunto entre María Zambrano y Hannah Arendt

The totalitarian rumor. Counterpoint between María Zambrano and Hannah Arendt

Laura Ciancaglini
Universidad de Buenos Aires y Universidad de Educación a Distancia, Argentina

Analéctica

Arkho Ediciones, Argentina

ISSN-e: 2591-5894

Periodicidad: Bimestral

vol. 10, núm. 64, 2024

revista@analectica.org

Recepción: 23 Enero 2024

Aprobación: 22 Abril 2024



DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.12174040

Resumen: En la dimensión literaria de sus vidas paralelas, Arendt y Zambrano logran un lugar de encuentro y conciliación, aunque sus vivencias y pesares hayan sido distantes o ignotos para ambas. La filosofía exige ahora un espacio más propicio para que estas dos pensadoras entablen una dialéctica, que las incluya en el torpe agujero de la desmemoria. Dos voces que intercalaron poesía y razón en su esfuerzo por hallar la respuesta a la barbarie y la injusticia.

Palabras clave: totalitarismo, exilio, poesía, política, absolutismo, Arendt, Zambrano.

Abstract: In the literary dimension of their parallel lives, Arendt and Zambrano achieve a place of meeting and conciliation, although their experiences and regrets have been distant or unknown to both of them. Philosophy now demands a more conducive space for these two thinkers to engage in a dialectic, which includes them in the clumsy hole of forgetfulness. Two voices that interspersed poetry and reason in their effort to find the answer to barbarism and injustice.

Keywords: totalitarianism, exile, poetry, politics, absolutism, Arendt, Zambrano.

Introducción

Intentaremos hablar sobre dos pensadoras, cuya obra y registro han tenido un reconocimiento algo tardío en la historia de la filosofía contemporánea: Hannah Arendt (Hannover, 1906-New York, 1975), a causa de su feroz resistencia política ligada al concepto de totalitarismo, que conmovería probablemente la montura susceptible o culposa de aquella generación europea de posguerra. Y, por otro lado, María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904-Madrid, 1991), debido a la impronta de su orientación filosófico-poética y a la tenue sencillez de su prosa, que nos recuerda en muchos textos el estilo literario de Natalia Ginzburg (Zambrano, 1989; 1996; 1998a; 1998b; 1998c; 2000; 2001; 2014).

La primera autora, difundida en el imaginario germánico, sajón y francés, y hoy cita bibliográfica de rigor en filosofía y teoría política; la segunda, reducida su obra al mundo hispánico e italiano, sin una merecida trascendencia que la rescate del ninguneo académico del olimpo masculino internacional. Pese a que ambas mujeres jamás supieron la una de la otra, las afinidades filosóficas podrían darse en lo que irrumpe de semejante, incluso aunque fuese solo por contraste.

1. El exilio como pérdida o patria existencial

Arendt fue criada en el judaísmo alemán, y al crecer la esperaba una vida académica cómoda y segura, pero en 1937 el nazismo rompió su proyecto y le robó la ciudadanía alemana, convirtiéndose en una apátrida hasta 1951, en que por fin lograría, después de años de inestabilidad, la ciudadanía estadounidense (Arendt, 1995; 2000; 2006; 2016; 2018). En ese mismo año escribe su libro “Los orígenes del totalitarismo”. Al ser despojada de su ciudadanía, se muda a París, donde solía reunirse con la troupe de intelectuales vernáculos y emigrados, entre ellos Walter Benjamin, haciendo trabajo político para defender los derechos de los refugiados judíos.

La policía francesa la detuvo durante una semana en el célebre velódromo parisino, y de allí fue trasladada al campo de concentración de Gurs, del que escaparía con otros; y escapar (se), para ella oficiaría de espiral de nuevos y repetidos exilios, de lugares sórdidos y desprovistos de confianza y seguridad, mientras lograría más tarde cruzar el norte español hasta llegar al barco de Eleonor Roosevelt, en Lisboa, que la llevaría a EEUU. Su llegada como refugiada, tal vez significara la promesa certera de un hogar definitivo: todo podría reconstruirse en alientos contenidos, en una masiva angustia sin nombre, en el dolor de lo soltado.

Zambrano, en cambio, fue criada en el catolicismo español y conservó ciudadanía, acervo y alguna clase de nostalgia hacia su tierra, pero lo cierto es que regresó solo siete años antes de su muerte. Pareciera que cuarenta y cinco años de exilio ya no son el exilio sino otra cosa. Su deambular por Italia y Latinoamérica le habrán facilitado un catalejo antropológico, con el que observar una realidad amplificada, pero a la vez ajena a los circuitos políticos y académicos madrileños que había abandonado por la fuerza. Y si algo quedaba en ella de fervorosa pertenencia a la aldea natal, se habrá ido esfumando a medida que tocaba novedosas texturas, acentos y sabores extraños y amigables. El nacionalismo se cura viajando, dicen que decía el bueno de Pío Baroja.

En estas separaciones urgidas y violentas del lugar de origen, una, republicana y contraria a la sangrienta dictadura franquista recién instaurada, y la otra, férrea opositora al régimen nazi (además del riesgo debido a su condición de judía), hicieron de sus exilios un verdadero organizador del cuerpo teórico en lo denso (y extenso) a lo largo de todas sus reflexiones.

De no haber sido por el atravesamiento de la tragedia europea en los años 30, ninguna de las dos habría tomado quizá esa dirección: Arendt, hacia la teoría política que intentara dar cuenta del desastre ante la gran consternación. Zambrano, la depuración de un camino frustrante hacia una quebrada democracia y su república vaciada.

Por otro lado, el exilio de Zambrano terminaría siendo un estado de permanencia casi exquisita. Esa patria existencial que la inundaba donde fuera. No hacían falta las fronteras de clausura nacional: ella tendría la convicción, con Rilke, de que la única patria posible es aquella infancia que perdimos, y cargaremos por siempre en los aromas y en las remotas escenas que no vuelven. Un exilio de sí misma, en la durable convicción de que el hogar sería ella, mientras pudiera seguir

pensando y escribiendo.

Su partida fue vertiginosa y ardua, como la de Machado y tantos, con marido, hermana y madre. Pero ya en el exilio, se desentendería de los compatriotas que armaban capillas políticas, en esa compleja identificación que sus biógrafos encuentran a la hora de dar una filiación ideológica que la defina.

Y en esto, Arendt no se queda atrás. En EEUU también trabajaría políticamente por los derechos de los refugiados judíos en suelo norteamericano. Habiendo abrazado antes de emigrar el sionismo, las críticas al movimiento la alejaron hacia una soledad política que solo tendría un canal de militancia en la resistencia antimacartista de los años cincuenta.

En Zambrano, la salida de España y sus avatares posteriores no fue tumultuosa gracias al marido diplomático y una infinidad de contactos en París, aunque luego su incierta vida financiera posterior no tuviera un anclaje productivo, como sí lo tuvo la inserción académica de Arendt en New York, después de conseguida la ciudadanía norteamericana.

Ambas en París al mismo tiempo, en circunstancias dispares. La lengua las había separado en su mutuo desconocimiento, aunque probablemente habrían podido ser colegas.

El exilio de Zambrano se convirtió en un estado vital sin asideros simbólicos al pasado burgués español. Su vida no era nada fácil y jamás pudo nadar en la más mínima abundancia: constantes préstamos de amigos fieles, la dependencia de una hermana frágil en lo emocional, la adversidad como rumbo y estandarte.

En Arendt, es su propia experiencia del exilio la que determina su teoría sobre el totalitarismo, como aquella realidad aniquiladora de los derechos fundamentales y del pluralismo político, del lazo solidario y de la libertad individual de las personas.

2. El pasaje del uno a lo total

En la primera mitad del siglo XX, se manifiestan los movimientos políticos totalitarios en la vieja Europa. Corren tiempos peligrosos y salvajes, una época de terror generalizado que les ha tocado vivir a estas dos mujeres inquietas y brillantes: dos guerras mundiales, la guerra civil española, la violencia y la destrucción devastadora de un continente que se creía culto y dominante del resto del planeta. Y ellas piensan el mundo, no solo lo padecen, sino que necesitan explicar esa enorme y brutal ruptura con lo dado y establecido; el momento histórico que les toca vivir como acontecimiento-bisagra de la historia inmediata de la humanidad. El racionalismo ya no alcanza para encontrar la verdad de los hechos. No hay ahora certezas que aplaquen racionalmente el horror con su lógica impecable. La razón se desdibuja entre el fuego de las bombas, los ataques aéreos y la muerte cotidiana en cualquier calle sin que ya nadie se escandalice demasiado. En este contexto, ambas mujeres, ya fuera del continente, pueden seguir pensando sin el tormento del que huye de las llamas.

Sabemos que el totalitarismo es una forma de gobierno que anula cualquier consideración sobre la persona: cada miembro de la sociedad lo será en tanto integre el enjambre humano, restringido y subsumido en una masa sin distinción. Y Freud (1995) había planteado en “Psicología de las masas y análisis del Yo” (publicado en 1921), que el lazo libidinal (que permite la cohesión de los individuos de una masa) es nada menos que la ilusión de que un líder los ama y los protege a todos por igual. Como ejemplo, basta recordar, en el Cid Campeador (de la supuesta mitología de Ramón Menéndez Pidal), que Rodrigo Díaz de Vivar muere en plena batalla, y sus adláteres lo atan a un caballo al frente de la tropa para que los soldados puedan seguir luchando y no entren en pánico; precisamente es el pánico la reacción esperada al romperse todo lazo libidinal entre los miembros de esta masa.

Ortega y Gasset enfoca, en La rebelión de las masas (publicado en 1929), la transformación que lleva al pasaje del hombre individual -en su sitio, dedicado a lo suyo, con su característica personal, llevando una vida disociada en su aldea o en el campo-, a la aglomeración o muchedumbre. Este individuo ahora comparece como perdido o tragado dentro de la masa. El hombre-masa es un individuo desubjetivado, un ser anónimo vaciado de su historia, dice Ortega y Gasset, sin registro del pasado humano, y por esto mismo, sumiso y obediente a cualquier ideología que se imponga (Ortega y Gasset, 1983).

Digamos que Ortega expone el asunto desde una mirada meramente descriptiva y fenoménica. La relación individuo-Estado es la que organiza un orden social que se inmiscuye en lo político, dice Zambrano, a la vez que Arendt habla de un pasar a la acción, habilitado por esta posibilidad. Lo que aparenta conducir el pensamiento de ambas es una apertura hacia un interrogante. Y el planteo es cómo desarticular esa anulación de la persona, del individuo como sujeto histórico.

Zambrano recorre el pensamiento occidental, y halla lo insuficiente de un racionalismo que consiste en buscar la verdad en la razón, y en la sumisión a ella sin discusión alguna. La construcción social se realiza en función de la violencia de ese conocimiento racional que oficia de fundamento de dicha construcción. Este proceso empobrece el espíritu del hombre moderno pues anula las capacidades de percibir el mundo más allá de lo racional. Habla siempre desde su concepto de razón poética, contraria a la razón vital orteguiana, y desde luego, a la razón pura de Kant. Se trata de una razón que busca penetrar los ínferos del alma, en pos de descubrir lo sagrado, revelado poéticamente.

Aunque en su Persona y democracia (publicado en 1958), enfoca el tema de la historia, se muestra en lo intuitivo más que en la explicación de aquello que podría ser documentado, o sea, sin argumentos que fundamenten muchos de los hallazgos que describe con una concentrada preocupación. La construcción de la persona se ha ido descubriendo a la par que la democracia, pues solo las personas pueden originarla, aunque siempre está amenazada en sí misma por la violencia. Vale decir, si la sociedad quiere absolutamente todo se convierte en ídolo que exige lo sacrificial de los individuos para perpetuarse, dice Zambrano; a su vez, los individuos (personas) de esa democracia-ídolo se ofrecerán como víctimas para tal perpetuación.

El Yo, el hombre, posee una sustancia en sí, que son sus ideas y sentimientos profundos para la conciencia. Recortando la noción de inconsciente -como aquella escena ignota de nuestra subjetividad-, Zambrano asegura que será mediante esta sustancia el encuentro de la unidad en la persona. El ser es innato y va creando conciencia a partir de las dudas que se le aparecen; su código poético debe ser decodificado por la conciencia a medida que se expande por el mundo.

Por otra parte, se comprende hoy que Arendt no quisiera en su momento ser nombrada como filósofa sino como “teórica política”, pues no puede sustraerse a hacer su lectura de la realidad, partiendo siempre del ámbito de la política institucional y de lo político, en cuanto aquello que irrumpe en nuestra simbólica para cobrarse un estatuto y un orden que por fin sepa definirlo. A diferencia de Zambrano, apunta siempre a la acción política del individuo, como condición de posibilidad de los derechos humanos. En sus Orígenes del totalitarismo se esfuerza por analizar los determinantes de un colapsado sistema de Estado-Nación, y su posterior puesta en acto y materialización en ambas guerras mundiales. Según Arendt, el engendro totalitario surge como deriva de la crisis y decadencia de este sistema; pone la lupa en el vínculo inconciliable entre poder político y riqueza económica (legitimando una burguesía en ascenso), promovido éste por las políticas imperialistas del siglo XIX.

Siguiendo su razonamiento, la masa se construye absorbiendo gran cantidad de personas sobrantes debido al proceso de acumulación de capital, por expropiaciones de tierras e invasiones a países, y por la concentración de poder en las estructuras burocráticas. El Estado necesita ahora administradores de la violencia, alejándose cada vez más de los ciudadanos comunes, y de cara a sostener una política imperial exterior. Se reduce entonces a ser una especie de asistencia administrativa del nuevo orden colonialista, que se traducirá en términos financieros y nunca políticos.

El ascenso al poder de la burguesía revierte esta situación y da piedra libre a una libertad de enriquecimiento expansivo, que destruye el imaginario colectivo de lo político como vector de las acciones humanas. De ahí al pisoteo sistemático de los derechos humanos hay solo un paso. Arendt insiste en que es ésta la preparación para la barbarie posterior: la culminación efectiva de las guerras de principio de siglo XX, y su naturalización de la violencia fraticida.

En otro orden de cosas, para Zambrano el absolutismo implica una época de pura ensoñación, en la que ídolo y sus víctimas se viven a sí mismos en un estado de completa perfección. No se busca ninguna clase de cambio ya que se ilusiona con el logro del régimen “mejor”, y se trabaja en una dimensión opuesta a la política, a la pluralidad y a la participación de las personas. Justamente, señala Zambrano que el absolutismo está en contra de la persona, a la que busca aniquilar pues querrá absolutamente ser a partir de la destrucción y la violencia desatada.

De modo que el absolutismo es esa tragedia humana del “yo quiero”, que pretende ser una voluntad eterna e ilimitada, como lo sería Dios; en el reconocimiento del error y de la tragedia, podría entonces caer como poder supremo y absoluto. Es la demagogia y el absolutismo, en su dialéctica macabra, lo que por épocas consigue detener el tiempo, homogeniza a los individuos y los aliena en una falsificada idea de igualdad.

Tanto el absolutismo como la demagogia son estáticos, denigran al pueblo, convirtiéndolo en masa obsecuente y alienada. El líder demagogo se siente por encima de lo humano y necesita reducir a la masificación para su eficiente dominio.

La demagogia es adulación del pueblo al afirmar aquello que tiene fuerza elemental, la demagogia degrada al pueblo en masa. (Zambrano, 1996, p. 145)

Nos dice Zambrano que este ídolo aspira a detener el tiempo para eternizarse, y en esa ilusión de parar el tiempo se vuelve a la nada, que es aún peor que la destrucción, porque consigue abortar cualquier ansia de proyecto y borra la historia de los pueblos, su pasado reciente y la memoria popular que lleva en sí el bagaje de su cultura.

El rasgo más visible del ensueño absolutista es el culto a la unidad por afirmar una razón absoluta que impera desde la modernidad: el racionalismo. Es la expresión alarmante de la voluntad de ser y de poder del hombre occidental. Una razón que no se dirige a descubrir la estructura de la realidad, sino que ubica sus verdades más allá del tiempo.

En otro plano, tenemos a una Arendt exhaustiva y puntillosa, con una documentación explorada y tipificada durante años, y que se ha desplegado en un sinfín de futuras tesis de consulta, imprescindibles hasta la fecha. Para ella, la pregunta sobre el totalitarismo trasciende también la inclinación al mero pensamiento filosófico, demandando una respuesta en lo inmediato a esa cruel realidad social que transitaba su experiencia del exilio. Era difícil no preguntarse entonces dónde había quedado la libertad que la razón ilustrada prometiera alguna vez garantizar, y cuál era la dicha social que el progreso traería. En cambio, de eso, el mundo derivado del orden burgués se había derrumbado escandalosamente, con la consiguiente destrucción moral y espiritual del hombre, como intencionalidad política negadora.

El orden totalitario se nutre de individuos aislados en desarraigo, que ahora son la masa, y Arendt trata de articular la legalidad y la lógica que mueve los hilos del fenómeno, en el que el todo es posible: la dominación completa de la población completa de la tierra, una aspiración imposible en estadios anteriores. Tanto Hitler como Mussolini y Stalin tienen el objetivo básico de mantener a cualquier precio (el de la propaganda y el engaño) a la masa unida e impotente en lo político; despojada de cualquier clase de participación en los engranajes políticos de Estado.

Para Arendt, la idea de absoluto como un fin de la historia conduce indefectiblemente a la ideología de lo total. En ese camino, lo siguiente será implementar prácticas no democráticas que desembocan en regímenes totalitarios.

El terror, como esencia de los gobiernos totalitarios, produce una atracción irresistible en personas desarraigadas, que más tarde se confundirán en la masa, destruyendo el lazo solidario entre sus miembros. Arendt asegura que el principio que rige esto es la ideología, en su coacción interna. El miedo de las personas a la no pertenencia está justificado a todas luces por el genocidio o el exilio obligado. De modo que el derecho al asesinato se vuelve moneda corriente y se naturaliza como cosmovisión societaria.

Arendt señala que una vez que el movimiento llega al poder y ha logrado integrar a la masa mediante la propaganda, ahora reemplazará ésta por el adoctrinamiento. Entonces, sacrificar la propia vida en pos del líder o del Partido es en esta fase totalitaria lo único esperable. Vale decir, que se transforma la percepción colectiva de la realidad en significados y contenidos universales; la adhesión absoluta a una ideología que exige una sociedad racial, sin clases ni nación, se consigue difundiendo continuamente teorías conspirativas sobre los judíos o los enemigos del Partido.

Es interesante que Arendt aluda al “fanatismo histérico” de Hitler, y a esa “crueldad vengativa” de Stalin, como correlatos de rasgos comunes al “populacho”, a la vulgata (no olvidemos que los SA eran obreros). Y reinsertando el concepto de absolutismo de Zambrano, se trata del deseo estallado de la histeria capitalista, ese “yo quiero y yo quiero y yo quiero”, que va tras los absolutos sin desmayo; es la avidez de aquello que avanza como una aplanadora en busca de un deseo que no cesa ni halla satisfacción en ningún lado.

Arendt apunta a que los líderes autoritarios se jactan de sus crímenes y siempre amenazan con otros nuevos e inminentes, ejecutando con impunidad lo que ellos llaman “leyes de la naturaleza o de la historia”. La masa es pasiva y susceptible de fanatizarse: pronto abortará cualquier señal de solidaridad de grupo entre sus miembros, fomentando en su seno la delación y la fascinación por el crimen.

A diferencia de Arendt, Zambrano, en Persona y democracia (publicado en 1958), no pretende explicar o comprender los mecanismos del sistema totalitario, sino simplemente exponer de modo filosófico los engranajes y alcances de lo tortuoso humano, para llegar a descubrir el camino hacia aquello que quiebre el sacrificio repetible de la historia. Vale decir, propone la esperanza de que la historia se humanice a partir de que ahora sea ésta guiada por la persona como vector y legalidad simbólica, y nunca más por el poder total de los que niegan las diferencias.

La trayectoria histórica que hace Zambrano se desentiende de la génesis de un totalitarismo que va nutriéndose de las transformaciones del capitalismo del siglo XIX, y su vertiente imperialista burguesa. Pero, no obstante, decíamos que considera las sucesivas crisis de Occidente y se concentra, más que en el totalitarismo como sistema político, en el absolutismo monárquico, respaldada quizá por su realidad vernácula de la república perdida.

De modo que, para ella, el absolutismo cierra el tiempo debido a un racionalismo extremo que ha hecho abstracción del mismo. La verdad lo será para siempre, desde el punto de vista racionalista, y lo que quiere la voluntad, lo será también. O sea, el absolutismo está unido a la voluntad de poder, o, mejor dicho, de quererlo todo. En un puro sentido irónico, la negación del tiempo es, para Zambrano, algo así como el retorno a un pasado fantaseado que logre resolver la angustia del síntoma social en el presente. Es esa “visión reaccionaria”, que remite al franquismo más integrista y católico.

A diferencia de las formulaciones teóricas de Arendt sobre los sistemas totalitarios imperantes, como el fascismo, el estalinismo y el nacionalsocialismo, la clase de absolutismo que describe Zambrano no puede aplicarse ni a estos movimientos ni a su versión falangista española, mucho más afín al totalitarismo que explica Arendt. O sea que el absolutismo reaccionario de Zambrano alude a la tradición integrista más que a las “revoluciones” populistas de corte autoritario que describe Arendt en relación a estos gobiernos.

3. El imprevisible poder totalitario

Arendt explica magistralmente la burocracia nazi como un poder diversificado en lugares aparentes. La incertidumbre de las víctimas es moneda corriente en la Europa sitiada: nadie sabe las razones reales de su captura o detención, ni mucho menos de su deportación posterior a los campos (lager). El desconcierto colectivo es aquello que maniobra todo el tiempo la maquinaria totalitaria

para afianzar su poder centralizado por fuera o detrás del imaginario-testigo. Arendt insiste con la policía secreta de Stalin y el III Reich, como poderes ocultos que sostienen el poder real del terrorismo de Estado.

Conforme a los diarios y reseñas de los sobrevivientes de los campos, allí vemos que se reproducía a otra escala aterradora y grotesca exactamente lo mismo: las víctimas nunca sabían de dónde vendría el golpe maestro, la represión o la ventaja. Lo falso y lo aparente, lo irreal y lo cierto, confundidos en una duda de permanencia aterradora. Esa permanencia que hace de la realidad una ficción reversible en aquello que Lacan llama el registro de Lo Real. Un lugar sin posibilidad de simbolizar lo dado.

Por el contrario, Zambrano pone el acento sobre un sueño de poder transformador, detentado éste por aquella mascarada que fiscaliza en sí misma todos los poderes y se ofrece como ídolo total y absoluto, como ser divinizado. Afirma que el sueño precede a la acción, o sea, al soñar, el hombre capta el destino al que se orienta en una ensoñación narcisista que le facilita la autocontemplación; y en lo político, las revoluciones serán entonces reflejo o revelación de estos sueños en su contenido

manifiesto. En otras palabras, es la capacidad humana de profetizar y adelantarse a los hechos que sueña antes de poder concretarlos en la acción.

La historia, para Zambrano, es una auténtica pesadilla, por esto mismo. Lo unitario para ella es totalitario. La unicidad temible que dispara la idolatría hipnótica. Zambrano no lo aplica a ningún estado en particular sino a una tendencia imaginaria de lo colectivo. Alude al borramiento de la persona como presencia histórica: es el individuo tragado por la maquinaria que todo lo controla y lo domina. Y para ella, que las sociedades se inclinaran al absolutismo provenía de los tiempos del Imperio Romano. Según su mirada, el absolutismo surge cuando lo divino se convierte en presente, se materializa algo de aquella arcaica sacralidad en el poder político secular, y no remite precisamente esto a la monarquía absolutista, sino a esa confusión inaugural que mezcla en su seno la religión con la política.

El absolutismo es una imagen de la creación, pero invertida. Al crear hace la nada; anula el pasado y oculta el porvenir. Un verdadero nudo que se quiere hacer en el tiempo. Por ello, un infierno. (Zambrano, 1996, p.91)

En cuanto a la centralización infisurable del poder político en un jefe de estado, Arendt habla de la desagregación, del desarraigo y de la anomia social, secuestrado el lazo de solidaridad por el poder totalitario. La voluntad de Hitler, por ejemplo, se convierte así en ley suprema o ley del partido, y todos los mandos están subsumidos a esta ley suprema, pero, a la vez, con independencia de sus acciones violentas y autoritarias que podrían responder a la llamada obediencia de vida, en términos jurídico-militares. De hecho, es a esta figura a la cual se remiten los acusados de crímenes contra la humanidad para justificar sus delitos y desmanes, en cualquier latitud y época de la historia contemporánea.

Zambrano acuerda con esta visión, pues recordemos que el absolutismo, para ella, alude a querer algo “absolutamente”, y reconoce grados en este querer: uno, espontáneo, producto de la voluntad, y otro, sujetado a un sistema grupal o colectivo que conduce al absolutismo político.

Entonces, la voluntad de un jefe totalitario se volverá absoluta, en tanto ese mismo querer absoluto derive en el sistema político que lo soporta. Vale decir, ninguna de las dos explica los mecanismos por los que el sistema político llega a convertirse en el canal de aquella voluntad suprema, para impregnar todo el tejido capilar de una sociedad. ¿Magnetismo y sugestión del líder hacia la masa? ¿Existe acaso una identificación compleja con la figura del jefe, que haga que cada individuo sacrifique su identidad como sujeto para integrar una colmena alienada en una voluntad de masa? Como aclarábamos, tanto Arendt como Zambrano, se muestran descriptivas y no abordan más que el fenómeno en sí, sin arriesgarse demasiado a analizar los componentes de esta dinámica totalitaria.

Freud decía que cada miembro de la masa padece la ilusión de saberse amado por el líder o jefe (dependiendo de que sea una masa artificial religiosa o militar, por ejemplo); vale decir que cada uno de los miembros se siente amado por igual, por el líder o jefe. Y en esto estribará el vigor psicológico de los lazos libidinales, entre ellos, para mantener la cohesión y legalidad interna de esa masa. En función de lo que describe Freud, el líder ocupa el lugar del Ideal del Yo[1] en cada miembro. Su función invisible es la del hipnotizador que sugestiona, ejerciendo su dominio sin resistencia alguna. Vale decir, que si aparece la posibilidad inmediata de la violencia hacia el diferente -un enemigo de la identidad nacional, por ejemplo-, se aceitarán con facilidad los engranajes que pongan en marcha la violencia grupal, pero siempre desde sus individuales capacidades de agresividad en potencia.

Arendt señala una violencia anterior al totalitarismo, algo parecido al huevo de la serpiente, en donde una exclusión y consiguiente aislamiento en lo individual va alimentando, en las sombras de esa misma impotencia, una inclinación creciente hacia la violencia colectiva, mucho antes de la aparición de los campos concentracionarios.

Como decíamos, la fidelidad a un progreso ilimitado origina la acción violenta en la rebeldía de la masa, y al pasar del discurso a la acción efectiva, precisa instrumentalizarse con sus herramientas peculiares (tecnología y armas) y los resultados de esta violencia suelen ser impredecibles.

Por otra parte, poder no es lo mismo que violencia, y de la violencia no deviene el poder, oponiéndose a cualquier comprensión del vínculo entre bien y mal; para ella la violencia no es de ningún modo la expresión ocasional de un bien aún oculto

El poder y la violencia se oponen el uno a la otra; allá donde uno domina, la otra está ausente. La violencia aparece cuando el poder peligra, pero si se permite que siga su curso, lleva a la desaparición del poder. Lo cual implica que es un error pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar del poder no violento es una redundancia. (Arendt. 2018, p 75)

A diferencia del poder, la violencia no necesita un número elevado de individuos para ser ejercida, actúa por coacción, y las técnicas e instrumentos que posee acrecientan la potencia de los que la aplican, aunque estos sean una minoría en la sociedad.

4. El mal radical y el consenso

Arendt considera que el poder político no utiliza el terror como instrumento de dominio e intimidación, sino que es él en sí el terror mismo que gobierna. Y se sirve del concepto kantiano de mal radical, en un esfuerzo intelectual de poner nombre a la barbarie.

Por supuesto que en el año en que Arendt escribe su libro no existía aún ni la monumental obra de Raúl Hilberg (La destrucción de los judíos europeos, publicada en 1961, fuente ineludible de todo estudioso del holocausto nazi), ni la película Shoa (1985), de Claude Lanzmann. Tampoco tuvo ella acceso a posteriores testimonios escritos que fueron surgiendo hasta la fecha, revelando un episodio inacabable que aún no ha podido ser ligado a nivel representacional en nuestro imaginario, debido a ser una profunda e incurable lesión simbólica para la humanidad.

A pesar de que esperaríamos que Arendt estuviera demasiado implicada en aquella escena mortífera de aniquilación, por ser alemana y judía, el exilio le ha permitido una distancia -antropológica, si se quiere- que le permite pensar con cierta libertad sobre aquel horror casi sobrenatural, traspasando lo demasiado humano: aquello indecible e inefable. Lo perverso como regidor normalizado de la vida cotidiana de la gente.

Para Arendt, la mejor salida conceptual posible es hablar de un “mal radical”: un mal desconocido hasta ese momento por la especie humana, un mal ante el que es inviable imaginar un castigo proporcional a tamañas acciones, y mucho menos alguna clase de perdón. La perplejidad de no hallar parámetros que supieran poner nombres conocidos a tales hechos aberrantes. Un mal sin nombre, quizá, “lo Real” lacaniano, como se ha dicho antes: aquello que no podría mediatizarse simbólicamente para que la razón lo reconozca.

Zambrano nunca menciona los campos de concentración, o casi nunca. También navega en la consternación ante los hechos, y escribe sobre la supresión de una raza o una clase, pero siempre sin mencionar los regímenes totalitarios imperantes en esos tiempos autoritarios. O sea, para ella, estos acontecimientos no son más que la repetición de otros en tiempos pasados y bajo otras máscaras o por motivos diferentes. Es como si el exilio de España y de Europa la hubieran convertido en una historiadora sesuda y alejada para poder analizar con otras herramientas lo que ve. En Delirio y destino (publicado en 1952), afirma que nunca antes se había logrado en esas dantescas dimensiones una masacre, y justifica lo ocurrido por un mimetismo histórico, que podría explicar muy bien el totalitarismo que se ha desplegado a lo largo de Europa.

Es probable que no fuera su interés específico el ir más allá para buscar documentación, como Arendt, y tampoco se comprometiera desde lo político con ese genocidio de la segunda guerra mundial, para entonces saber singularizarlo y darle un estatuto de lo inédito y difícil de nombrar.

Quizá fuera la distancia psíquica que le otorgara un exilio laborioso para lo literario, en el que no entrarían los gajes y manejos de la política sucia de la inmediatez. Quizá fuera esa veta poética, la que la protegiera de un juicio necesario sobre la esperanza de lo humano, triunfando por sobre la miseria de una espantosa realidad sin disimulos. Quizá.

Como decíamos al principio, ambas autoras aceptan que viven un momento crucial en la historia, y deben intentar explicar algo que asuma en palabras tanto desconcierto: un antes y un después

cultural que deja patas arriba todas las categorías de pensamiento, éticas y axiológicas para ser reconstruidas o reemplazadas después de la tormenta. Este punto de inflexión las interpela para reconducir ahora lo más urgente: la forma de suprimir el sometimiento y el dominio de los individuos, derivando en la masa, definida ésta por la dificultad de sus miembros de encontrar intereses comunes y de identificarse unos con otros en pos de alcanzar dichos fines.

Decíamos que Zambrano, a través de la razón poética, busca modos de responder a estos interrogantes, creando un auténtico diálogo entre la filosofía y la poesía para proponer la apertura de caminos que expliquen la angustia provocada por el racionalismo. Lo oculto de una sinrazón desencadenada por esa razón gélida y metálica de lo imaginario.

Frente al terror implantado por el mal radical, no existe ni una sola medida jurídica ni moral que logre contener los desafueros de una violencia primaria, descontrolada y común a todos los órdenes de la vida. Según Arendt, se trata del homicidio de la persona jurídica, o sea, la disolución de cualquier derecho básico que pueda conformar al individuo como persona.

5. La política y lo político del caos

La inquietud ante el horror de la guerra, y el desastre que deriva de lo político, coloca a Zambrano en una posición crítica, cuya labor es pertinente a la filosofía. Ella da por sentado que el papel del intelectual es el de aquel que observa el mundo y señala lo desajustado: la humillación de los demás, el despojo de la dignidad de los hombres, la miseria y el sufrimiento de los pueblos; se trata de un auténtico compromiso social. Para ella, la filosofía es la. transformación de lo real en

verdadero”, y esto significa hacer verdad la transformación de todos los hechos, en relación siempre al pensamiento. Para ella, la filosofía implica un acto imprescindible de transformar lo que no se manifiesta, así como lo ambiguo o difuso, en aquello que puede exponer una verdad a la vista y a todas luces. Es cierto que los procesos de racionalización del mundo están siempre ligados a instituciones sociales y culturales que ejercen el poder, en ineludible sometimiento de unos grupos a otros. Y a lo largo de la historia humana, ve Zambrano esta especie de condena ancestral, en la que hay quienes se plantan como el polo poderoso de fortaleza que guía a los rebaños, en la debilidad de la masa. Desde lo tribal a la sociedad como estructura. Y es en este aspecto en que la denuncia de la filosofía pone al descubierto el efecto nefasto de esta afirmación del hombre, enredado en el sueño del poder, del que hablábamos anteriormente, y de su propia imagen llevada a un extremo que desemboca en lo absoluto y sus riesgos de totalidad.

Esta es justamente la diferencia entre el despotismo oriental y el totalitarismo occidental, según Zambrano: el primero surge del endiosamiento de los emperadores romanos, en todos los procesos de transformación histórica hasta arribar al segundo, el totalitarismo de Estado. Entonces, la tarea, según Zambrano, consiste en reflexionar sobre nuestra manera histórica de construir el conocimiento, con la idea de razón única, estructurada en un orden social que avala la violencia que dicha razón ejerce u obliga a aplicar.

Para Arendt, en cambio, expresar un inconformismo social es inherente al intelectual, algo semejante al “intelectual orgánico”, de Antonio Gramsci. Para ella, la función es la de

“mostrar” lo que se impone sobre el hombre, esa prepotencia de dirigirlo hacia un aislamiento que lo vacía de su propia identidad, en la disolución social.

Al perder nuestro hogar, perdimos nuestra familiaridad con la vida cotidiana; dejar a nuestros parientes en los guetos polacos y a nuestros mejores amigos morir en los campos de concentración significó el hundimiento de nuestro mundo privado. (Zambrano, 1996, p 77-78)

Zambrano ve el mundo de la modernidad, no ya como el viaje hacia una trascendencia sino como el progreso que deviene del trabajo, basado éste en una confianza racional y en la certeza de controlar el desarrollo social, económico y político. El progreso consiste en dejar atrás los obstáculos irracionales y los prejuicios que impiden liberarse del dominio de la naturaleza, de la ignorancia generalizada y de los privilegios de unos pocos por sobre las mayorías. Se impone un orden prepotente que disecciona sus objetos para racionalizarlos es un mundo vacío de sujetos que pueden pensar, soñar y desear, poetizando el mundo.

En cambio, hay entes excluidos y sacrificados: si desean ser, lo serán a partir del sacrificio. La negación como mecanismo alienado (e inconsciente). El hombre, despojado de su mismidad, se vive en un creciente vacío existencial y de manera ahistórica.

Zambrano dice que la violencia europea procede de este pasado reciente, de un ansia de afirmación humana sobre los dioses, y se remite a la antigua Grecia. Es un afán de ser absolutamente, esgrimir un poder imperial sobre todo lo que vive en el mundo, sobre la naturaleza y sus escollos. Y este afán no es moderno sino anterior, pero es recién con la capacidad de la ciencia y de la técnica, que puede conseguir ese poder para hacerlo racional. De modo que la violencia se construye como la prisión del espíritu humano, derivando en una vida de miseria que despoja a todo hombre de su vida de fantasía y ensoñación, de lo ilusorio de una utopía que guía y enaltece.

El desarrollo creciente y sofisticado de la cultura como forma racional de abordar la realidad es aquello que nos abandona en una desolación existencial incurable. Adhiere a la fenomenología y a la filosofía vitalista, en la certidumbre de que la cultura occidental ha perdido su dirección (¿es que la habrá tenido algún día?), alimentando el dogma económico y social, tallando la realidad de la gente en forma fragmentaria y en dolorosa soledad. Siguiendo el hilo de su razón poética, lo que Zambrano escribe y piensa se dirige hacia la ética de un nuevo paradigma basado en una razón diferente:

Se trataría de descubrir un nuevo uso de la razón, más complejo y delicado que llevara en sí mismo su crítica constante, es decir, que tendría que ir acompañado de la conciencia de la relatividad. El carácter de absoluto atribuido a la razón y atribuido al ser es lo que está en crisis. (Zambrano, 1989, p. 79)

Dando por sentado que el racionalismo es una presuposición absolutista que ha funcionado como instrumento para la voluntad del ser y de su poderío, ella contrapone entonces esta razón poética, el método, que no aspira a establecer sistemas cerrados de pensamiento. Es una razón dirigida desde la interioridad y anterior a las formas, reveladora y epifánica.

Para Zambrano, la contrapartida es el racionalismo absolutista que hace extensivo a la realidad aquellos principios de la razón. La filosofía debe luchar entonces contra toda alienación y el dominio que supone su efectividad en la masa. Es la inquietud que siente Zambrano: la de reflexionar sobre el mundo en el que habita; esa construcción que hemos hecho del mundo nos deja a cielo abierto sus puntos de fractura. Y esto recuerda a lo que en minerología (y más tarde, el psicoanálisis tomó en préstamo) se llama “clivaje”: la fractura se da en función de las marcas de su origen, y no de manera aleatoria, por lo que en ellas la filosofía podría incidir para revertir esa cosmovisión imaginaria del mundo.

En relación a esta mirada, Zambrano detectó los fundamentos de lo religioso como entramado de la vida de los pueblos, y el sacrificio (y la culpa) como eje de la comunicación entre dioses y el hombre. O sea, la posibilidad de ser y de construir historia se basan en un arquetipo originario de sacrificio, y en nuestros tiempos nada de eso se ha modificado. Este acervo (¿filogenético?), permanece inmodificable, y nuestra mediación con la realidad siempre estará articulado en la ofrenda de lo más precioso de nuestra vida para recibir vida. Lo más sagrado de la vida es la vida misma, la sangre, la carne, las víctimas ofrendadas a los dioses.

Zambrano repudia este modelo y se aboca a su deconstrucción. La tarea del filósofo es la de romper la estructura conceptual, en la que se ha edificado toda negación, expresada en una ecuación religiosa que obliga a cambiar vida por dolor. Es preciso para esto replantear el fundamento ético de lo política, en un quehacer cotidiano, dice Zambrano, pero además en su estatuto simbólico, pues la muerte y el exilio son dos resultados de esta ecuación maliciosa de la cultura.

Cabe aclarar que lo político no es lo instituyente para esta filósofa, sino la representación de una acción política, que no es lo mismo. No lo explica como aquello que aparece innominado y debe tramitarse en algo instituido. Solo se remite al soporte simbólico de una realidad atravesada de antemano por la pérdida y la negación.

Arendt reconoce una pluralidad como premisa de la política, y se distancia de las posiciones que reducen esa pluralidad a una voluntad general, condensada en la idea compartida del bien. Diferencia, como Zambrano, la naturaleza y el espacio de la política, lo que la aparta de posiciones que pretenden extraer de los rasgos de la naturaleza las reglas para la construcción de la comunidad política. El hombre es apolítico, afirma, contraviniendo el zoon politikon aristotélico; la política nace en el entre-los-hombres, o sea fuera del hombre. Surge en el entre y se establece como relación, y este acento en la dimensión espacial de la política es característico del pensamiento arendtiano. Es precisamente de su experiencia del régimen totalitario y posterior destierro, que Arendt necesita con urgencia la construcción espacial, pública y plural, que defina una acción concertada entre las personas a través del debate ciudadano y el consenso, y solo se manifiesta en ese espacio público de completa libertad. Vale decir, que la acción, la praxis, es esencia de esa relación que se entabla en el espacio plural de la política. Y es la libertad precisamente el sentido más excelso de toda política.

Arendt se remonta a la polis griega para mostrar la coincidencia histórica de política y libertad. Pasa del referente griego a una identificación judía, siempre interesada en el reconocimiento de las identidades bien diferenciadas en el espacio público. La preocupación se dirige a la participación política de quienes han sido excluidos por su pertenencia a una identidad cultural, y a los que han resistido la marginación. La recuperación del espacio público político será entonces la dirección, pues la acción conjunta entre ciudadanos es lo que restituye parte de la dignidad arrebatada por el régimen totalitario.

A diferencia de Arendt, Zamorano, para pensar no se coloca en el ámbito de la sospecha sino en el de la confianza en lo humano, a pesar de la multiplicidad de rasgos mortíferos que la persona carga en sí misma, en su reconocimiento. Y en La agonía de Europa, escrito en 1945, durante su exilio de Buenos Aires, hace un intento por resumir esas partes en una unidad que promete un hombre nuevo; desde luego que una unidad radicalmente opuesta a la cultivada por el ensueño absolutista.

En Horizontes del liberalismo, su primer libro, escrito en 1930, explica que la acción política es siempre la no aceptación o repudio de lo dado: un individuo que actúa sobre una vida ofrecida como materia reformable, en pos de la utopía de lo que debiera ser.

La política es la actividad “más estrictamente humana”8, afirma Zambrano, y es antagónica a la naturaleza pues busca transformarla. En su transgresión se pone frente a ella para interpelarla y doblegar su legalidad con ese despotismo destructivo del racionalismo burgués.

Y nunca mejor oportunidad de asociar lo que afirma la poeta-filósofa, con la desazón que expresa Lord Tennyson en su poema:



Flor en el muro agrietado,
te arranco de las grietas;
te tomo, con todo y raíces, en mis manos,
florecilla -pero si pudiera entender
lo que eres, con todo y tus raíces, y todo en todo,
sabría que es Dios y qué es el hombre.[2]

Zambrano dice que la política también se transgrede a sí misma, pues adquiere estatuto a partir de transformar algo en un objeto útil o beneficioso para el hombre. Insistirá en que “la política existe aún en los casos en que se niega a sí misma" (Zambrano, 1998, p. 209)

En los gobiernos totalitarios, el poder autoproclamado de decidir quién morirá y quién seguirá viviendo reduce la vida política a la dominación del hombre sobre el hombre. La expulsión deja al descubierto lo que la constituye: el desprecio por las diferencias, la negación política y su incapacidad de escuchar otras voces; la intolerancia, la exigencia de homogeneidad para la supuesta igualdad entre los hombres.

Zambrano advierte, desde la oportuna mirada de exiliada: el rechazo y aniquilación de algo mucho más profundo y complejo que las instituciones plurales políticas. Es indudablemente el insilio, esa dimensión privada de la renuncia a la libertad de espíritu de tantos que no han salido de sus fronteras de nacimiento, bajo regímenes dictatoriales, lo que hace síntoma en lo colectivo, y retornará desde su misma negación a cobrarse una deuda que amenaza ser impagable.

En ese abandono y soledad, el renacer se hace urgente para Zambrano. No es el lloro de sí mismo sino la apertura a otras propuestas vitales: hacer producir el dolor, volverlo acción revolucionaria, lucha interior contra cualquier sojuzgamiento.

6. Los exilios

La experiencia del exilio es identidad que convierte en patria la razón de su larga permanencia, parece que quisiera enseñarnos Zambrano con su lenguaje poético y de exquisita sencillez. Cuarenta y cinco años no son una bicoca, pero sobran para haber aprendido que los nacionalismos nos hacen miopes aldeanos, orgullosos de haber nacido en alguna parte, como canta Georges Brassens.[3]

Muchos han escrito y estudiado el exilio de Zambrano como ese dolor portátil que ella llevaría a cada ciudad; o quizá ese agujero ontológico en el que pudo tramitar eficazmente su sentimiento de rechazo. Pero tal vez, gracias a su desordenada búsqueda del hogar irrecobrable, y ya sin aquel maldito exilio forzado por el fascismo, no tendríamos hoy a esa mujer ecuánime y sobria que no teme nunca por los anclajes y los desarraigos, sino que en cada partida hace brotar la reflexión que nos devuelve a la ruptura con lo dado. Para ella, siempre la búsqueda de la verdad estriba en la palabra, como el esfuerzo superior de alcanzar la libertad: lo que salga del pozo a la luz, identificando su propia imagen para integrarse al mundo de las novedosas y revolucionarias acciones que conduzcan al cambio.

Arendt nunca dejará de lado su condición de paria, y hará de esto casi el organizador de su inconformismo intelectual y su insistencia por poner todos los dedos en las llagas. Su destierro es la posición existencial en un mundo incendiado que reclama el análisis urgente a sus quiebres y desmanes:

...no se escribe ciertamente por necesidades literarias, sino por necesidad que la vida tiene de expresarse. La vida no se expresa sino para transformarse. (Arendt, 1995 p.25)

Y es que ambas autoras consideran su oportunidad histórica como el momento vital de un viraje brusco de la historia. Buscando las dos el origen de esa descomunal tragedia -de la que es imposible huir a ningún “estar a salvo”-, coinciden en una ruptura del orden, cuya deriva autoritaria se expande en violencia ilimitada, sin nombre ni soporte simbólico que la preceda y contenga. Un control totalitario que aspira al gobierno absoluto y global de la tierra, sin antecedentes y con la glorificación de lo mesiánico.

Ya han caído cada una de las certezas racionalistas, y en su lugar solo quedan ruinas y enigmas a descifrar para un posible futuro que dé lugar a la reconstrucción en cualquier aspecto.

Ambas coinciden en la memoria histórica de este fenómeno totalitario, como registro y lesión simbólica irremisible en la humanidad.

Conclusión

Jacques Lacan, en el seminario I, dice que vivimos en la civilización del odio, y no porque en otras épocas anteriores la gente no haya odiado, sino porque esencialmente asistimos a un momento en el cual se odia sin la vivencia del odio. Se trata entonces de un odio creciente y soterrado, de latencia maldita, que amenaza la implosión.

Estas dos pensadoras tuvieron en cuenta un afecto siniestro, que sigue esperando su oportunidad histórica para hacer cuerpo y expandirse por el mundo. Arendt, desde la rigurosidad académica de la investigadora incansable, que acopia pruebas y registros en función de identificar ese “mal radical” con una época determinada, pero a la vez como exponente y advertencia de peores manifestaciones futuras. Su obra entera expresa un pesimismo inteligente que, sin embargo, no claudica ni cierra las esclusas a los buenos cambios.

Zambrano, con la eterna parsimonia de una esperanza, y la poesía de su concepción estética del mundo, apunta a creer que la humanidad puede variar su rumbo histórico si la filosofía consigue interceder.

Referencias

Arendt, Hannah (1995) La confesión: género literario. Siruela.

Arendt, Hannah (2000) Tiempos presentes. Gedisa.

Arendt, Hannah (2006) Los orígenes del totalitarismo. Grupo Anaya Publicaciones Generales.

Arendt, Hannah (2016) La condición humana. Paidós.

Arendt, Hannah (2018) Sobre la violencia. Alianza.

Freud, Sigmund (1995) “Psicología de las masas y análisis del yo”. Obras completas.Amorrortu.

Ortega y Gasset, José (1983) La rebelión de las masas. Alianza Editorial.

Suzuki, D.T y Erich Fromm (2017) Budismo zen y psicoanálisis. Fondo de Cultura Económica.

Zambrano, María (1989) Sendero. Anthropos.

Zambrano, María (1996) Persona y democracia. Siruela.

Zambrano, María (1998a) Horizonte del liberalismo. Morata.

Zambrano, María (1998b) Los intelectuales en el drama de España. Trotta.

Zambrano, María (1998c) Pensamiento y poesía en la vida española. Fondo de Cultura Económica.

Zambrano, María (2000) La agonía de Europa. Trotta.

Zambrano, María (2001) El hombre y lo divino. Fondo de Cultura Económica.

Zambrano, María (2014) El exilio como patria. Anthropos.

Notas

1 Ideal del Yo, concepto freudiano de la segunda tópica. Se trata de una introyección simbólica inconsciente, que determina la posición del sujeto como deseante, respecto del plano de la estructura imaginaria.
2 Flower in the crannied wall, I pluck you out of the crannies; Hold you here, root and all, in my hand, / Little flower-baut if I could understand,/What you are, root and all, and all in all,/I should know wath God and man is. (Suzuki y Fromm, 2017. p11)
3 Brassens, Georges, La ballade des gens qui sont nés quelque part.
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